La ruta de las gambas
Dentro de la milenaria tradición mediterránea, Cataluña, País Valenciano y las Baleares forman un triángulo, unido por el mar y una misma lengua, que es otro mar
Vivo en una isla del Mediterráneo. Aquí nací, de aquí me fui y aquí regresé al cabo de unos años. Pocos. Cuando me despierto, el mar es mi norte, mi sur, mi este y mi oeste. Los días de niebla se oyen con claridad las sirenas de los barcos. El puerto está cerca de casa. El mundo está al otro lado, lejos: no se llega a pie, ni en automóvil, ni en tren. Debe cruzarse el mar, con todos los riesgos que implica: los mismos que nos contó Homero. Nada cambia y todo permanece en el Mediterráneo, que es el verdadero mundo —lo explicaré más adelante— y no ese otro que está al otro lado del mar.Acabo de citar a Homero. Cuando escribo o leo en mi estudio, el mar Mediterráneo me rodea y no porque lo vea, sino porque está ahí. Está en los clásicos y en algunos de mis preferidos del siglo XX. Miro a mi alrededor y siempre está el mar, o más adentro, el reflejo de su luz y el clima y la botánica que el mar favorece. Lo está en los poetas que amo, en los novelistas que me acompañan, en el pensamiento donde me reflejo. El Mediterráneo, siempre detrás de una manera de hablar y de escribir y de interpretar la vida y el mundo. De una manera de ser, noble e innoble, como somos los humanos.
En la isla donde vivo no hay animales venenosos y tampoco los hay peligrosos para el hombre. Lo escribió Plinio y sólo Hobbes le contradeciría, pero ahí entra no la fauna sino la razón, que a veces —lo escribió Goya— produce monstruos. Ya dije: noble e innoble. En este mar nació el mundo. En este mar se hizo el mundo durante siglos y en este mar continúa mirándose Occidente. Desde la fascinación y desde el temor. En sus costas y en sus naves —aquí nació el arte de la navegación, se destiló el comercio y se perfeccionó la guerra—, atravesándolo y delimitándolo —poseyéndolo— a través de sus bahías, cabos y radas. Ahora vuelve a hablarse del Mediterráneo como un mar de sangre o muerte, por los ahogados que huyen de la guerra de Siria y el hambre africana. Siempre lo fue, pero siempre ha disimulado, como si no lo fuera.
Si seguimos la ruta desde Mallorca al oeste o al norte —que tantas veces ha trazado con acuarela el pintor Miquel Barceló— encontramos a Llull, Turmeda, Ausiàs March, el ‘Tirant lo Blanc’, J. V. Foix, Josep Pla o Llorenç VillalongaEs Joseph Conrad —marino antes que escritor— quien mejor definió este rasgo: “de Salamina a Actium, pasando por Lepanto y el Nilo y acabando con la matanza naval de Navarino, por no mencionar otros encuentros armados de menor interés, toda la sangre heroicamente derramada en el Mediterráneo, no ha dejado la mancha de un solo reguero púrpura sobre el azul profundo de sus aguas”. Las aguas turquesa de la costa insular, la alfombra palaciega de sus fondos, los amaneceres cobrizos derivando hacia el oro, nos hablan de otras cosas relacionadas con la sabiduría de vivir.Cuando se ha cruzado el Mediterráneo de oeste a este, de levante a poniente, no se tiene conciencia de salir de casa, pero cambia la luz y la luz es también tiempo. El oro se convierte en plata y se viaja hacia la antigüedad. Y antigüedad siempre quiere decir origen: fenicios, griegos y judíos. Eso se percibe, sobre todo, en el mar, donde un carguero es anacrónico y siempre se espera que aparezca una trirreme. Y se percibe en la tierra, que es suelo bíblico, pero también el territorio de la Ilíada. En cuanto a la modernidad —que empieza con el cristianismo— el perfume del mar llega hasta las páginas del Nuevo Testamento y al morir Jesucristo, los apóstoles se lanzan, como Odiseo, al Mediterráneo y expanden su doctrina a través del mar. San Pablo instaura el método y en él, la belleza de los nombres como una herencia: Antioquía, Esmirna, Corinto, Tesalónica, Éfeso, Siracusa… Y antes y ya para siempre, Roma, que se apropia el mar al nombrarlo —Mare Nostrum— y edifica sus templos y ciudades de Occidente a Oriente y crea el Derecho por el que todavía nos regimos. Roma: nuestro paganismo y nuestra civilización. Y en ella, el mar como el espejo de la gran madre, la loba. Con o sin Tito Livio, pero no sin Horacio, Propercio, Catulo, Virgilio o Marcial… No sin tantos de donde venimos y que también son el mar. De ellos y de Cavafis y Seferis y la mirada inglesa —los Durrell y Douglas y Auden y James incluso, desde su invernadero…
Pero volvamos a casa, aunque no nos hayamos movido de ella, porque ya hemos dicho que el Mediterráneo entero es la casa. Aunque nuestra expedición almogávar no haya hablado de conquistas, sino de esencias. De fatalismo y religión, de dioses y filosofía, de comercio y guerra. Tocaría, pues, hablar de contrabando o de tráfico de esclavos: musulmanes entre los cristianos y cristianos entre los musulmanes. Todo eso es Mediterráneo puro, también. Durante siglos lo ha sido. Como lo es el arte y no hay Giotto sin él.
Goethe viajó al Sur, como aconsejaría Eliot en sus versos y una marca de cerveza ha descubierto, desde hace unos años, que lo mediterráneo es sinónimo de alegría de vivir. Sin duda existe un triángulo maravilloso, herencia de los mosaicos romanos, que es el triángulo de las mejores gambas: las de Palamós, las de Denia y las de Sóller, que son las mismas gambas. Cataluña, País Valenciano y las Baleares, concretamente Mallorca, la isla donde nací y vivo. La misma donde nació Ramon Llull, que fue gran pensamiento europeo, y donde nació Anselm Turmeda, que apostató y se pasó al Magreb, donde está enterrado como un morabito santo. Oriente y Occidente de nuevo, como los campanarios de Palma sobre la muralla frente al mar, que parecen minaretes entre palmeras y muros de piedra arenisca que al contacto con la luz dora la ciudad, de igual modo que dora el desierto.
Aquí en el Mediterráneo se creó el mundo. Nació y se expandieron el pensamiento y el arte, se desarrollaron las religiones monoteístas y se contagió la escritura —todas las escrituras— como forma de memoria y testimonioSi seguimos la ruta de las gambas —que tantas veces ha trazado con acuarela el pintor Miquel Barceló— y no perdemos de vista ni a Llull, ni a Turmeda, nos encontramos con la modernidad renacentista en la poesía de Ausiàs March y con la mejor novela de caballerías, que es Tirant lo Blanc hacia el oeste —sigo tomando Mallorca como centro, pues está en medio del mar— y al norte con el esplendor de la poesía contemporánea en J. V. Foix, Carles Riba o Gabriel Ferrater y el ensayismo a lo Montaigne de Josep Pla. En cuanto a nosotros los mallorquines, Llorenç Villalonga en prosa y Bartomeu Rosselló-Pòrcel en poesía; Llull y Turmeda ya estaban y Costa y Llobera romanizó el mallorquín o catalán de Mallorca. Unidos todos por el mar y una misma lengua, que es otro mar y nombra las cosas de ese mar y de la tierra de forma distinta, y al nombrarlas nos hace y nos recuerda de dónde venimos y lo que somos. Lo que es, también, el Mediterráneo.¿Su hermenéutica? Está formada por muchas voces, por muchos ecos, por distintas civilizaciones y lo que no se admite es la interpretación externa. Al de fuera —el continental— solo se le deja el paisaje; cuando quiere entrar en lo humano, se equivoca. Al de fuera se le niega la etnología si no es desde el amor (y David Abulafia es sefardí). Entonces nos enseña; al revés, cae en un error tras otro, mientras contemplamos impávidos el desaguisado. Cuentan que la paella —ese barroco mediterráneo— la inventaron los musulmanes al buscar un sustitutivo a la sémola del cuscús y vestirlo de mar y no de tierra. Ya saben: de la mar el mero y de la tierra el cordero. También ahí hay un mosaico romano; un mosaico que se come por los ojos —la ruta de las gambas— antes de comerlo y se disfruta de ambas maneras. Como el aceite, que también es oro y la uva y su mosto luego.
Aquí en el Mediterráneo —hay que repetirlo— se creó el mundo. Nació y se expandieron el pensamiento y el arte, se desarrollaron las religiones monoteístas y se contagió la escritura —todas las escrituras— como forma de memoria y testimonio. El Mediterráneo es la memoria primigenia y su literatura la voz del hombre, pero también la voz de Dios.