Los rostros de Eva
Aunque por fortuna no faltan voces que siguen reivindicando el placer y las enseñanzas de los cuentos populares, la pacatería de nuestro tiempo y una forma específica de pusilanimidad, relacionada con el imperio de la corrección política, ha tratado en vano de purgar lo que en ellos hay de cruel o de salvaje para ofrecer versiones edulcoradas e inevitablemente soporíferas. Frente a los pedagogos que se comportan como pudibundos censores, obras como la de Angela Carter demuestran que es posible acercarse a esa riquísima tradición, de por sí fascinante, para releerla desde una perspectiva contemporánea e incluso radical, en su caso ligada a una visión tan combativa como inteligente del feminismo. A los fabulosos relatos de La cámara sangrienta (1979), reeditados por Sexto Piso en un volumen ilustrado por Alejandra Acosta, se suman los Cuentos de hadas (1990 y 1992, Impedimenta) donde la autora británica recopiló decenas de historias anónimas, transmitidas oralmente —Carter menciona el arquetipo de la Madre Ganso— y protagonizadas en todos los casos por mujeres. Son cuentos de hadas, ya lo dice ella misma, donde apenas aparecen hadas, decenas de historias maravillosas procedentes del folclore universal que forman parte de lo que llama una cultura extraoficial, en el sentido de no sancionada o ajena a los cánones literarios. La crudeza, la perversidad, las referencias sexuales son parte de su naturaleza y de su encanto. Como señala la traductora, Consuelo Rubio Alcover, que se remite a la interpretación psicoanalítica de Bettelheim, los fairy tales están emparentados con los mitos —o los sueños— y del mismo modo que estos ofrecen patrones de comportamiento que distan de ser ejemplares. Ya fijarlos por escrito implica detener el curso vivo de su desarrollo. Hacerlo además en adaptaciones manipuladas es, según dijera Campbell a propósito de las leyendas ancestrales de Escocia, como “ponerle oropel a un dinosaurio”.
La pintoresca ciudad de Sintra, hoy asediada por el turismo, ha sido desde el siglo XVIII objeto de peregrinación por parte de viajeros ingleses que tenían muy presentes las estancias de Beckford o Byron, cuya famosa libertad de costumbres pudo influir en la decisión que tomaron Christopher Isherwood y Stephen Spender, acompañados de sus amantes respectivos, de fijar allí su residencia. Los expatriados llegaron en diciembre de 1935 con la idea —un “fiasco rotundo”— de habitar una casa compartida a la que se sumaría, poco después de la marcha de Spender, W.H. Auden, del que ambos eran íntimos amigos. Editado por Matthew Spender, hijo del poeta, el Diario de Sintra (Gallo Nero) da cuenta de una convivencia conflictiva de sólo unos meses, pero se refiere a un momento histórico crucial —el ascenso de los nazis en Alemania, de donde Isherwood había huido tras la llegada de Hitler al poder, la inminente guerra de España en la que Spender lucharía como brigadista— y tiene por ello un valor singular, aunque se centre sobre todo en asuntos domésticos. Compuesto con materiales heterogéneos, el libro está formado por el “diario común” en el que escribían los dos primeros —más el novio de Spender, Tony Hyndman—, otro paralelo que llevaba Isherwood y cartas donde ellos u otros —apenas dos notas de Auden— comentan visitas, impresiones o sucesos banales, aunque también hablan de la terrible situación política o de sus proyectos de entonces. Llama la atención la actitud condescendiente o incluso despectiva, dictada por los prejuicios de clase, con la que los escritores —oxonienses a su pesar— trataban a sus compañeros.
En las cartas ya españolas, pero todavía anteriores a la guerra, menciona Spender a Marià Manent, un barcelonés “encantador, amable y dulce” que tradujo a muchos poetas ingleses antiguos y modernos. De otro catalán, el un tiempo muy difundido Salvador Espriu, ha rescatado la colección Orlando de la editorial Polibea, que dirige Juan José Martín Ramos, un curioso y regocijante relato paródico titulado Letizia (1937), traducido por José Ángel Cilleruelo y presentado al lector —existe una versión anterior de Julia Goytisolo— en una cuidada edición bilingüe. Subtitulada “Un cuento de Poe sin miedo y sin Poe” —el original juega con una homofonía intraducible—, la nouvelle de Espriu, publicada por Josep Janés en un volumen de su benemérita Biblioteca de la Rosa dels Vents, sigue deslumbrando por su heterodoxa y bienhumorada recreación del imaginario gótico. Como afirma Cilleruelo, el texto, pese a su condición de divertimento, admite una interpretación en clave simbólica que aludiría a las dramáticas circunstancias del país, pero no es necesario atender a ese trasfondo no expreso para disfrutar de su deliciosa extravagancia. Asociamos a Espriu con el poeta oracular de La pell de brau, una de las últimas manifestaciones del iberismo literario en esta península de nuestros pecados, pero la obrita recuperada muestra otro perfil, exquisitamente irónico, de un autor que fue también excelente prosista y cuya visión integradora parece hoy más necesaria que nunca.