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Juan de la Cruz, el salto sobre los límites

Clara Janés  |  Especial Doscientos - Mayo 2018
  • In Especial Doscientos
  • — 17 Abr, 2018
Juan de la Cruz

Juan de la Cruz.

Apenas cabía un catre y solo entraba luz por una aspillera de tres dedos, en aquella celda-prisión del convento de calzados de Toledo donde encerraron a Juan de Yepes. Había seguido la reforma iniciada en la orden por Teresa de Ávila y, considerado rebelde por sus superiores, lo sometían a tortura, hambre y suciedad hasta ser nido de piojos. Él, sin embargo, se convirtió en una fortaleza que venció todo asedio. Con frecuencia he pensado en ese encierro infrahumano de San Juan y cómo acrecentó en él lo que caracteriza al hombre: el pensamiento y la palabra. En los seis meses que duró, nació el Cántico espiritual, y no solo resplandeció en aquel espacio mínimo, sino que brilló, y sigue brillando, como astro supremo de la poesía española.

¿Qué era ese cántico y por qué afloró en aquel momento? En todo poema hay un árbol de raíces, y lo que el humus de aquella oscuridad —de pronto luminosa— generó en el poeta no era ajeno a lo que su mente albergaba. En cuanto al momento, fue, para él, tal vez el de mayor libertad interior, dada la carencia absoluta de libertad exterior.

El Cantar de los Cantares de Salomón —fuente del poema— era materia de estudio en Salamanca, a cuyas aulas asistió Juan en tiempos en que enseñaba Fray Luis, traductor de dicha obra. ¿Qué más conocimientos se impartían allí? ¿Había leído el santo la frase de Aristóteles “cuerpo y pensamiento componen una sola existencia”? ¿Podía captar que esos “dislates” eran hijos de la sensibilidad tanto como del saber?

Por ello, Juan de Yepes, que amaba el Cantar de Salomón, era también depositario de una experiencia ancestral. En una situación de despojamiento como aquel encierro, cuya única vía es interior, esta pudo aflorar en forma de imágenes y símbolos empleados ya en la más remota poesía mística. Lo conocido y ese acerbo que el subconsciente almacena se confabula, por ejemplo, en una estrofa como: “Nuestro lecho florido / de cuevas de leones enlazado / de púrpura tendido / de paz edificado / de mil escudos de oro coronado”, que brota de una chispa producida por los versos del Cantar: “donde se crían onzas y leones / en las escuras cuevas y rincones”.

Pero eso no es lo fundamental, al contrario, lo que concretamente procede de San Juan, los versos, son pinceladas de colores, desde el verde de los tallos de las flores, al posible azul o blanco de sus corolas, el púrpura de la realeza o el atardecer, el oro de los escudos… Y si dejamos que el poema prosiga, caemos en una red de “erres”, “efes”, “es” y “as” (flores, fieras, fuertes, fronteras, riberas)… Y comprendemos que en una trama fonética, ensarta San Juan una poesía simbólica sobre un ritmo que no se pierde ni un instante; y que a través de ella se unen olfato, vista y oído de modo tan sensual que llaman al tacto y al gusto.

Ibn al-Farid escribió en el siglo XII: “Mi ojo dice, mi lengua contempla, / mi oído habla, y mi mano presta atención”, resumiendo de este modo la sinestesia propia de la mística. San Juan la experimenta y, con todo, se sorprende ante sus propios versos y por ello los intuye “dislates”. Se trata del enigma al que arrastra la palabra poética, y es eso lo que se apodera de la emoción del lector.

“La física me dice que mi brazo no puede doblarse sin alterar el sol”, escribió Sherrington. Por lo mismo una palabra lanzada al aire crea modificaciones en el entorno: físicas por su vibración, mentales por sus conceptos. La confluencia de estos dos elementos fue tan potente en el Cántico que influyó en el mismo autor y, sin papel ni pluma, lo “escribió” y, sin duda, gracias a él, resistió su encierro hasta el momento en que pudo escapar de la celda-prisión, descolgarse por una ventana y huir hacia el campo abierto.

 

[Publicado en el número 112. Junio-julio 2009]
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