El emperador de los helados
Poesía reunida
Wallace Stevens
Edición y prólogo Andreu Jaume
Lumen 768 páginas | 24,90 euros
De Lucrecio a Shakespeare, de Emerson a Paul Valéry, de Georgia O’Keeffe a Stieglitz, de Mozart a Copland, de Copland a Bernstein, al fondo, siempre, la enseñanza perdida del olvidado George Santayana; no cabe la menor duda de que el amplio arsenal, producto de un exquisito refinamiento fruto de una tempranísima selección de lecturas, que utilizó, y de la que se alimentó, el poeta Wallace Stevens (Reading, 1879-Hartford, 1955) no tiene parangón en la poesía mundial del pasado siglo, aún siendo coetáneo de Eliot o de Pound, en el mundo anglosajón, o de Cernuda, Borges, Guillén y Octavio Paz, en nuestra indestructible lengua española. Por ese motivo, la publicación de su Poesía reunida en Lumen, a cargo del riguroso Andreu Jaume, autor de un prólogo clarividente, debe saludarse como un acontecimiento, no solo para los seguidores de Stevens, sino para los adictos a la poesía concebida como una vía de conocimiento que va más allá de las palabras. Nos basta un ejemplo: incluso para Harold Bloom, maestro en cánones y canonizaciones, Wallace Stevens representa la piedra angular en la que se asientan otros poetas absolutos, de alguna manera herederos de Hart Crane, ese poeta, todavía oculto, que construyó un puente para que lo cruzaran Stevens y otros de su talla y proximidad como Williams Carlos Williams y Marianne Moore. En la vitalidad voyeur de este alto ejecutivo de seguros se encuentra la esencia trascendida de los espíritus que vagan sin nombrarse, y luego celebran la ceremonia del encuentro: “el lenguaje —escribe el poeta— es el archivo de la historia y una especie de mausoleo de las musas”; y es que también en su producción poética laten verdades presocráticas, entre otras, la contemplación estática y estética, de la naturaleza, ese gozo del que extrae su templanza moral.
No en vano en su poema, “Desilusión a las diez en punto” Stevens cincela, en unos cuantos versos, un texto dentro de un contexto: “Tan sólo, a veces, un viejo marino, dormido con las botas, y borracho, caza tigres en rojo clima” (traducción de Andrés Sánchez Robayna, junto a Daniel Aguirre y el propio Andreu Jaume, uno de los relevantes defensores de la poética stevensiana en español); la contemporaneidad poética de este genio tranquilo, al margen de lo negativo que implica el sustantivo contemporáneo, contamina un río que oculta pecios brillantes: música, pintura, filosofía y religión. De esa forma, el poema inunda los estratos de un palimpsesto en el que hay que sumergirse con una vocación de deleite disfrutando de los paisajes marinos, y del té y naranjas de las mañanas de domingo: “El placer de la bata, y un tardío café, y naranjas en una silla al sol, y la verde libertad de una cacatúa en la alfombra se funden, y disipan el sagrado silencio del sacrificio antiguo”; a partir de ese momento, sentadas las bases de una poética tan altiva y distante como cercana y universal, dictada, además, por dioses invisibles que irradian puntos de lucidez, este poeta, cuyo escenario vital en realidad fue un despacho, una existencia acomodada, su colección de dibujos, perderse en una ensoñación mozartiana o la visión de periquitos y colibríes, puso en pie Notas para una ficción suprema, que no es sino el despertar de una conciencia estética: “Febo ha muerto… [sin embargo] Hay un proyecto para el sol. El sol no debe llevar ningún nombre, floración de oro, sino ser en la dificultad de lo que es ser”. Porque Stevens sabía de antemano que hay un solo emperador: “Que la lámpara añada su destello. El único emperador es el emperador de los helados”.