
Anna Ajmátova (1889-1966) en 1924, cuando ya había sido silenciada por las autoridades soviéticas que le prohibieron publicar sus versos durante décadas.
Reaccionaron frente a las tinieblas del simbolismo en favor de “un arte libre, armónico y claro” que huyera de la vaguedad, los contornos borrosos, las ensoñaciones místicas. Los acmeístas intentaron cambiar el rumbo pero fueron combatidos con saña por la Revolución, que no pudo evitar que dos de los principales integrantes del grupo,
Anna Ajmátova y
Ósip Mandelstam, pasaran a la historia como los grandes poetas rusos de su siglo. Hemos vuelto a saber de ellos de la mano del espléndido
Armenia en prosa y verso de Mandelstam (traducido por
Helena Vidal en
Acantilado) y de las estremecedoras memorias de su mujer (versión de
Lydia Kúper para la misma editorial). En
Contra toda esperanza, Nadiezhda Mandelstam evoca episodios terribles que coinciden con los relatados por Ajmátova en sus propios recuerdos de Osia, recogidos en una imprescindible recopilación de su
Prosa (Nevsky Prospects) que contiene otros valiosos pasajes autobiográficos y lúcidas páginas sobre autores contemporáneos o sobre su admirado
Pushkin. El primer manifiesto del movimiento, escrito por Mandelstam en 1913, llevaba el sugerente título de
La mañana del acmeísmo, tanto más conmovedor si pensamos en el trato despiadado que los sicarios de
Stalin —el hombre de los “bigotes de cucaracha”, como lo llamó el poeta— infligirían a sus promotores, silenciados, perseguidos, deportados o ejecutados. Defendían “la hermosa claridad” y sobre ellos se abatió la noche más oscura.
De
Henry David Thoreau puede afirmarse que fue el más bravo de los trascendentalistas de Nueva Inglaterra, aunque quienes se proclaman herederos de su pensamiento —una pintoresca cofradía donde se dan cita el idealismo libertario, el ecologismo ilustrado o el feroz individualismo de la facción anarco-conservadora— no inspiren siempre la misma confianza. Obras muy citadas como
Walden (1854) o
La desobediencia civil (1849) han sido varias veces traducidas al castellano, pero no lo estaban —como otras muchas, porque Thoreau tendió a la grafomanía— las
Cartas a un buscador de sí mismo, publicadas por
Errata Naturae en versión de
Antonio García Maldonado. Dirigidas por el autor de Massachusetts a
Harrison Blake, un antiguo sacerdote y condiscípulo de Harvard, las cartas de Thoreau ofrecen un precioso y estimulante compendio de su ideario, ciertamente seductor y en algunos aspectos vigente. Se han hecho muchas bromas a propósito de la famosa cabaña, pero lo cierto es que su efímero morador tenía —como se le oyó decir a
Emerson el día de su funeral— “un alma maravillosa”.
Luego fue comparado con gigantes centroeuropeos de la talla de
Robert Musil o
Thomas Mann, pero durante la inmediata posguerra su nombre había estado proscrito por causa de su anterior cercanía a los nazis, al parecer más debida al oportunismo —si ello puede considerarse un atenuante— que a una afinidad verdadera. El austriaco
Heimito von Doderer comenzó a ser reconocido en 1951 tras la publicación de
Las escaleras de Strudlhof, una de sus superpobladas novelas vienesas, dada a conocer por
Destino a principios de los ochenta y reeditada ahora por
Debolsillo en la misma traducción de
José Miguel Sáenz. Explica
Marcos Giralt Torrente, en un prólogo esclarecedor a la nueva edición, que el autoproclamado naturalismo de Doderer equivale a una forma de objetividad radical que excluye lo que el autor denominaba “segunda realidad”, esto es, el marco político o ideológico del que no trata para nada en sus obras, tal vez para purgar o encubrir los
errores de su biografía. En todo caso hablamos de un narrador puro e indudablemente complejo, que desdeña el argumento porque aspira —lo señala
Claudio Magris, que no se cuenta entre sus admiradores— a “representar la vida entera”.
Cuenta
Miguel Delibes que un día fue a visitarlo el editor
Rafael Borràs para animarlo a que escribiera un ensayo sobre Castilla y que el novelista rehusó la propuesta por no ser “hombre de ideas”, pero de aquella visita —finales de los setenta— surgiría una antología personal que ocupa un lugar relevante en la bibliografía del vallisoletano. Reeditado por
Austral, Castilla, lo castellano y los castellanos es un libro hecho de fragmentos de la obra narrativa de Delibes, escogidos y comentados por el escritor en una suerte de “breviario o vademécum”
(Alarcos Llorach) que cifra lo esencial de su visión sobre el país y sus gentes, descritos de un modo muy alejado —como ya viera
Umbral y concedió el propio Delibes— de las construcciones teóricas del 98. Frente a la mirada abstracta, esteticista o idealizadora, el novelista se sitúa a ras de tierra, preocupado por los problemas humanos, los daños de la naturaleza, el futuro de la región o la imagen distorsionada que —hoy como ayer— se difunde desde la periferia.