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Vindicación del libreto

JACOBO CORTINES  |  Mercurio 148 · Temas - FEBRERO 2013
  • In Mercurio 148 · Temas
  • — 1 Feb, 2013
En el nacimiento de la ópera, texto y música guardaban una equilibrada competencia, aunque la relevancia del primero no ha sido siempre reconocida
Quién les iba a decir a aquellos beneméritos miembros de la Academia Fiorentina, con el conde Giovanni Bardi al frente, que en su noble empeño de resucitar la tragedia clásica a finales del siglo XVI iban a crear un nuevo género, la ópera, que en su pronta y compleja evolución alcanzaría las más altas cimas como espectáculo total? Ellos, literatos y músicos, estaban decididamente en contra de la corrupción de la palabra que suponía la práctica de la polifonía al uso, incapacitada para transmitir el contenido del texto y, en consecuencia, para despertar los afectos en los oyentes. La variedad de voces, el contrapunto, malograba los versos, pues los rompía en trozos provocando la perturbación desordenada, la mezcla y la confusión. Y ellos, seguidores de Platón, que había proclamado que el texto era el amo de la armonía y no su esclavo, y seguidores a su vez de Aristóteles que se había mostrado contrario a la música artificiosa y competitiva para consigo misma, estaban convencidos de que la tragedia griega más que hablada había sido cantada en una sola línea melódica. Así, tras varias tentativas, un poeta (Ottavio Rinuccini) y un músico (Jacopo Peri) inauguraron con Dafne (1598) y con Euridice (1600) los primeros dramas musicales, monodias con acompañamiento orquestal que iban más allá del habla normal, pero que no llegaban a la melodía de una canción, sino que adoptaban una forma intermedia: el “recitar cantando”.La música potenciaba la expresividad del texto, que resultaba perfectamente inteligible, consiguiendo conmover a los oyentes al despertar en ellos los más diversos afectos. El espectáculo resultaba novedoso en las refinadas cortes florentinas, y muy pronto las de otras ciudades italianas iniciarían una fértil rivalidad. Uno de los espectadores de la Euridice, el duque Vincenzo Gonzaga, le encargó a Claudio Monteverdi que musicalizara una nueva versión del mito de Orfeo escrita por el conde Alessandro Striggio jr., que se estrenó en Mantua en 1607. El nuevo género se consolidaba con la aportación monteverdiana, y no transcurriría mucho tiempo antes de que el espectáculo pasase del ámbito de lo privado, el mundo cortesano, al de lo público, con la apertura de los primeros teatros de ópera en Venecia en la década de 1630. Un paso de gigante en la evolución del nuevo género ante las exigencias de un público entusiasta y variopinto.

Strauss-Hofmannsthal

El compositor Richard Strauss (derecha) y el libretista de algunas de sus óperas Hugo von Hofmannsthal.

En el nacimiento de la ópera, pues, texto y música guardaban una equilibrada competencia. Los poetas versificaban a la manera petrarquista las historias mitológicas, únicas materias entonces de los argumentos. Los textos, más que libretos propiamente dichos, eran guiones para la dramatización musical. Pero con el cambio de público y escenario se superó el territorio mitológico y tuvieron entrada otros sujetos, como la Historia, con L’incoronazione di Poppea, escrita para el Carnaval veneciano de 1642-43. El autor del texto era Gian Francesco Busenello, que ya había colaborado con el músico Francesco Cavalli, discípulo de Monteverdi a quien se atribuye la Coronación no sin levantar fundadas sospechas. La complejidad de ese texto y de otros del mismo autor, la variedad de personajes o situaciones, el rompimiento de la preceptiva pseudoaristotélica, la mezcla de lo cómico con lo trágico, y tantas novedades más permiten afirmar que Busenello fue el verdadero creador del libreto como género híbrido entre literatura y música.

Cuando la ópera se extendió por toda Italia y traspasó sus fronteras para expandirse por Europa como el espectáculo dominante, sus posibilidades expresivas se multiplicaron. El virtuosismo de los cantantes (prime donne y castrati), el espectacular desarrollo de la escenografía con la proliferación de “ingenios” y efectos especiales, la creciente aceptación de escenas de la vida cotidiana hasta su caricatura en la ópera bufa con la degradación de la palabra reducida a meros juegos fonéticos, todos esos cambios tan vertiginosos como imparables suscitaron las reacciones más diversas. El libreto perdía protagonismo. Muchos textos eran de usar y tirar, simple mercancía de consumo ante una insaciable demanda, y eso exigía una rectificación. Y la hubo por partida doble. Por una parte, dos poetas neoclásicos, Apostolo Zeno y luego su heredero Pietro Metastasio, pusieron orden en el caos, codificaron el espectáculo, y ofrecieron excelentes libretos a los mejores compositores. Por otra, escritores y músicos, Goldoni, Marcello, Casti-Salieri, Stephanie-Mozart, parodiaron desde dentro los excesos del melodrama con sus escritos y metaóperas donde se debatía jocosamente sobre la primacía de la música o de las palabras.

También la denominada reforma de Gluck, teorizada por su libretista, Ranieri de’ Calzabigi, supuso una llamada al orden y a la hermosa sencillez. Con estas reformas la ópera despejaba su futuro y muy pronto daría nuevos frutos. Uno de los más significativos fue la colaboración entre Da Ponte y Mozart, cuya trilogía italiana es un prodigio de música y letra. Rossini siguió el ejemplo con muchos de sus libretistas. El texto de Sterbini para su Barbero es modélico. La calidad de los libretos iba convirtiéndose en una exigencia cada vez mayor. Verdi requirió de sus libretistas el mayor esfuerzo para alcanzar su ideal de la “parola scenica”, y consiguió magníficos resultados con Piave y Boito. La producción wagneriana partía del sentido unitario entre texto y música hasta el extremo de ser el mismo Wagner su único artífice. Que a pesar de todos los avances se escribieron durante el siglo XIX muchos libretos flojos es incuestionable. También muchas partituras dejan que desear, pero es difícil encontrar una obra maestra operística del Ochocientos sin un buen libreto. Pongamos como ejemplos la Carmen de Meilhac y Halévy o La Bohème de Illica y Giacosa.

Ya en el siglo XX la elección de un texto prestigioso, sin libretista de por medio, fue punto de partida para la elaboración de algunas óperas. Así, Debussy adaptó una obra de Maeterlinck, Pelléas et Mélisande, para su ópera homónima (1902), respetando el texto prácticamente íntegro. Al igual que Richard Strauss con el drama Salomé de Oscar Wilde, o años más tarde Alban Berg con el Woyzeck de Büchner y con las piezas de Wedekind para su Lulú. Otras veces, sin embargo, el compositor siguió contando con un experto libretista, tal la pareja Strauss-Hofmannsthal; o bien el músico acudiría a un poeta para que le escribiese un libreto, aunque antes no hubiera cultivado ese género, como fue el caso de Stravinsky con Auden en una de sus últimas óperas, The Rake’s Progress (1951). Con estas y otras obras importantes, se renovaba el equilibrio entre palabra y música. El círculo parecía así ir cerrándose.

El futuro del libretista en el panorama actual es difícil de predecir ante el giro radical de los teatros de ópera durante la segunda mitad del pasado siglo y lo que va del presente, convertidos más en “museos” que en centros de producción de nuevas obras. La única novedad parece reservada a los directores escénicos. Que hoy en día no existan libretistas profesionales, ante la falta de demanda, y que los del pasado no hayan tenido, por parte de la mayoría de los melómanos, el reconocimiento que merecen, no nos pueden hacer olvidar lo que el libreto, como generador de propuestas dramáticas, ha supuesto en el nacimiento, evolución y renovación de un género tan rico y complejo como la ópera, del que es parte consustancial.

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