Lacrónica, si acaso
Ante el encumbramiento del género y su pérdida de peso político, el autor propone un nuevo término que reivindica la desconfianza de las verdades generales y de lo que los medios llaman “la realidad”
Dicen que son cronistas. Ponen cara de busto de mármol, la barbilla elevada, el ceño levemente fruncido, la mirada perdida en lontananza y dicen sí, porque yo, en la crónica aquella. O incluso dicen no, porque yo, en la crónica esta. O a veces dicen quién sabe porque yo. Son plaga módica, langostal de maceta, marabunta bonsai. Vaya a saber cómo fue, qué nos pasó, pero ahora parece que el mundo está lleno de unos señores y señoras que se llaman cronistas.—Debe ser que les conviene, Caparrós, o que queda bonito.
—¿Usté dice? ¿A quién van a engañar con eso?
No a la industria, por supuesto: la mayoría de los medios latinoamericanos sigue tan refractaria como siempre a publicar nada que junte más de mil palabras. Pero ahora hay dos o tres revistas que sí ofrecen cosas de esas, y parece que están en su momento fashion: hay quienes las citan, algunos incluso las leen, los que pueden van y las escriben. Y se arman encuentros, seminarios, talleres, cosas nostras; ser cronista se ha vuelto un modo de reconocerse: ¡ah sí, tu quoque, fili mi!
Tanto así que, hace un par de meses, Babelia, el suplemento de cultura —qué bueno, un suplemento de cultura— de El País español dedicó una tapa con cholitas a los cronistas latinoamericanos: “El periodismo conquista la literatura latinoamericana”, decía el título, en un lapsus gracioso, donde españoles seguían asociando América y conquista. Cuando las páginas más mainstream de la cultura hispana sancionan con tanto bombo una “tendencia”, la desconfianza es una obligación moral.
—No joda, mi estimado, qué le importa. Lo que vale es que la crónica está en el centro de la escena.
—De eso le estaba hablando, precisamente de eso.
Yo siempre pensé que ser cronista era una forma de pararse en el margen. Durante muchos años me dije cronista porque nadie sabía bien qué era —y los que sabían lo desdeñaban con encono. Ahora parece que resulta un pedestal, y me preocupa. Porque no reivindicaba ese lugar marginal por capricho o esnobismo: era una decisión y una política. Hace tres meses participé en Bogotá de un gran encuentro —Nuevos Cronistas de Indias— organizado por la FNPI, que hace tanto por el buen periodismo sudaca. Allí me encontré con amigos y buenos narradores —y algunos de estos bustos neomarmóreos. Nos la pasamos bomba. Pero lo que me sorprendió fue que, a lo largo de tres días de debates sobre “la crónica”, en ningún momento hablamos de política. Y yo solía creer que si algo tenía de interesante lacrónica era su posición política.
Yo siempre pensé que ser cronista era una forma de pararse en el margen. Durante muchos años me dije cronista porque nadie sabía bien qué era —y los que sabían lo desdeñaban con encono. Ahora parece que resulta un pedestal, y me preocupaYo creo que vale la pena escribir crónicas para cambiar el foco y la manera de lo que se considera “información” —y eso se me hace tan político. Frente a la ideología de los medios, que suponen que hay que ocuparse siempre de lo que les pasa a los ricos famosos poderosos y de los otros solo cuando los pisa un tren o cuando los ametralla un poli loco o cuando son cuatro millones, lacrónica que a mí me interesa trata de pensar el mundo de otra forma —y eso se me hace tan político. Frente a la ideología de los medios, que tratan de imponer ese lenguaje neutro y sin sujeto que los disfraza de purísimos portadores de “la realidad”, relato irrefutable, lacrónica que a mí me interesa dice yo no para hablar de mí sino para decir aquí hay un sujeto que mira y que cuenta, créanle si quieren pero nunca se crean que eso que dice es “la realidad”: es una de las muchas miradas posibles —y eso se me hace tan político. Frente a la aceptación general de tantas verdades generales, la crónica que a mí me interesa es desconfiada, dudosa, un intento de poner en crisis las certezas —y eso se me hace tan político. Frente al anquilosamiento de un lenguaje, que hace que miles escriban igual que tantos miles, lacrónica que a mí me interesa se equivoca buscando formas nuevas de decir, distintas de decir, críticas de decir —y eso se me hace tan político. Frente a la integración del periodismo, la crónica que a mí me interesa buscaba su lugar de diferencia, de resistencia —y eso se me hace tan político.Por eso me interesa lacrónica. No para adornar historias anodinas, no para lucir cierta destreza discursiva o sorprender con pavaditas o desenterrar curiosidades calentonas o dibujar cara de busto. Por eso, ahora, hay días en que pienso que estoy contra la crónica o, por lo menos, muchas de estas crónicas. Por eso, ahora, hay días en que pienso que voy a tener que buscarme otra manera o, por lo menos, otro nombre.
Lacrónica, sin ir más lejos.
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Es un futuro posible: otro futuro tonto. Me han preguntado tantas veces por “el futuro de la crónica”. Imagino que, a mediano plazo, su futuro es dejar de lado las palabras y convertirse en otra cosa: relatos armados con una camarita/teléfono de imágenes y sonido, relatos armados con programas de computación, relatos muy armados. Las nuevas tecnologías terminarán por imponer su propia lógica, y la palabra escrita quedará relegada a un espacio cada vez más exquisito, más chiquito. Pero, por ahora —un ahora que puede ser bastante largo—, lacrónica se beneficia de estas técnicas.
Que han cambiado, para empezar, el peso de los diarios: su papel. Me sigue gustando, como a muchos, leer los diarios cada mañana. Pero no si eso me lleva de nuevo a las mismas noticias que leí el día anterior en internet —ya rancias.
Los diarios tal como los pensamos durante décadas son pasado —y muchos editores todavía no lo aceptan. Mantienen el formato de cuando eran la fuente primaria de la información; ya no lo son, pero hacen como si lo fueran. En esos tiempos se suponía que había diarios que funcionaban como “primer diario” y otros como “segundo diario”. El primero era el generalista que te ofrecía la información común, más cruda, menos elaborada: las noticias puras y duras, breves y fácticas. El segundo era el que asumía que ya habías leído otro, tu primer diario, y proponía más especificidad, más reflexión y más relato. El mejor diario argentino, por ejemplo —La Opinión (1971-1976)—, era claramente un segundo diario: “El diario para la inmensa minoría”, intentaba su eslogan.
Ahora todos los diarios y revistas son segundos: te hablan de cosas que ya viste antes —radio, tele, internet. La multiplicación de formas de reflejar la realidad —cada vez más cámaras de fotos y video, cada vez más formas de difundir esas fotos, esos videos, esos audios— debería llevar al texto a buscar valores agregados para no quedar en inferioridad frente a tanto alarde: un buen relato, por ejemplo, más análisis, más originalidad, más materiales propios en lugar de la transcripción árida de ciertos hechos y ciertos dichos. Tenía sentido transcribir un discurso cuando no se podía cliquear un link y ver el discurso; ahora casi nadie elige leer qué es lo que dijo el presidente si con el mismo esfuerzo lo puede oír, mirar; para que alguien prefiera leerlo, quien lo cuente debe hacer algo más que transcribirlo. Decidirse a escribir con más audacia, más gracia, más instrumentos narrativos será, en ese marco, un intento de supervivencia de los medios.
Allí hay un espacio posible para lacrónica: notas que la elaboración periodística y la calidad narrativa diferencian de la noticia cruda, notas que cuentan otras cosas que la noticia cruda. Algunos medios empiezan a entenderlo —poco a poco.
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Lacrónica, entonces, puede servir o no servir, seguir o no seguir. Su futuro me parece una preocupación menor: el prejuicio ecololó de que si una forma existe debería seguir existiendo. Las formas mutan, mejoran, se arruinan, desaparecen, reaparecen, se pierden en el campo. A mí, en todo caso, me sigue calentando ir y mirar y escuchar y escribirlo —pero no tengo ninguna razón para pensar que eso sea mejor que ir y mirar y escucharlo y pintarlo con témpera o cantarlo en un rap o grabarlo con una GoPro. Al fin y al cabo, lo que cuenta es contarlo.