El río de Montaigne
El autor francés enuncia una actitud de examen racional y tolerancia sobre la que a lo largo de los dos siglos siguientes se levantará el gran edificio de la Ilustración europea
Lo que Montaigne inventó fue una prosa que no había existido hasta entonces y que a partir de él ha sido un ideal imprescindible, no ya para la literatura, sino para la expresión veraz de la vida y de la conciencia humana, del devenir del mundo. Una de las cosas más apasionantes de leer los Ensayos es asistir al proceso mismo de esa invención, al principio muy a tientas, cada vez con más seguridad, por fin con una plenitud en la que no se pierde ni un matiz de viveza. Improvisando, sobre la marcha, au jour le jour, según la bella expresión francesa, a lo que Montaigne aprende sobre todo es a improvisar, es decir, a encontrar una forma fluida y flexible que se corresponda con el fluir mismo de su propia conciencia y con el tránsito de todo, la permanente mutación que desmiente cada una de las seguridades aceptadas en su tiempo, que son más o menos las mismas que en el nuestro, e igual de coriáceas. Y si lo son menos es precisamente porque Montaigne escribió. “No pinto el ser”, dice ya en el tercer volumen, “pinto el tránsito”. Je paint le passage, dice en francés. En Montaigne se cumple el ideal de escritura al que aspiraba en España Juan de Valdés, la naturalidad de escribir como se habla, no con la desaliñada espontaneidad que vendría a significar eso ahora, sino con la claridad viva del que conversa con un amigo, del que pone en sus palabras habladas toda su inteligencia, todo su deseo cordial de comunicación. Lo que Montaigne inventó fue una prosa que no había existido hasta entonces y que a partir de él ha sido un ideal imprescindible, no ya para la literatura, sino para la expresión veraz de la vida y de la conciencia humana, del devenir del mundoMontaigne escribía hablando porque le dictaba a un secretario y porque es indudable que los Ensayos son una tentativa de sustituir y prolongar una conversación interrumpida por la muerte. La conversación era para él el gran deleite de la vida, por encima del amor, al que también fue tan aficionado. Así que tenemos que esforzarnos en imaginarlo no sentado y solitario delante de un papel, absorto durante horas en su tarea, en un monólogo que dura treinta años y unas dos mil páginas. A Montaigne la inmovilidad le desagradaba tanto como la tristeza, a la que no daba ningún crédito, él que dice no hacer nada sin alegría. Otra de sus grandes felicidades era ir a caballo, a pesar de aquellos caminos terribles en los que acechaban las cuadrillas de bandidos o de mercenarios dedicados al crimen y al pillaje en nombre de una u otra idea religiosa. En su piso alto de la torre que para tantos de nosotros es, por culpa suya, el espacio ideal de la literatura, Montaigne va de un lado a otro dictándole al secretario, según las cosas se le van ocurriendo, en una especie de inmediata fiebre verbal, una fiebre lúcida que se interrumpe cuando va a buscar una cita en un libro o cuando se queda mirando por una ventana para ver los bosques y viñedos que le pertenecen o para seguir las tareas de su familia y de sus servidores por el patio del castillo. Montaigne escucha con sus ojos a los muertos, como don Francisco de Quevedo, leyendo a los autores latinos y griegos que ahora son mucho más accesibles gracias al trabajo de los humanistas y a la revolución tecnológica de la imprenta. Lee a Lucrecio, a César, a Séneca, a Platón, a Virgilio, a Cicerón, a su bienamado Plutarco, del que parece que no se separa nunca. Pero la lectura tampoco es una tarea erudita que lo vuelva huraño y lo aparte del mundo, porque Montaigne desconfía de la lectura excesiva y de la pedantería tanto como de la tristeza, y porque al aprender de niño el latín con la naturalidad de una primera lengua las palabras de todos esos autores le son tan cercanas como las de amigos que vivieran con él. Amigos presentes, a pesar de estar muertos, igual que estuvo siempre presente, no ya en su memoria sino en su vida diaria, su querido Étienne de La Boétie, al que dedicó algunas de las páginas más hermosas sobre la amistad y sobre el amor que se hayan escrito nunca.La lectura de los clásicos, su conversación con ellos, es para Montaigne una tarea práctica, libre de arqueología o de reverencia. Los maestros antiguos le sirven como guías en el proyecto que ha ido dibujando para sí mismo, el de ver las cosas sin someterse a la ceguera de la religión ni del fanatismo político, recelando y poniendo en duda no solo cualquier idea aceptada por el simple hecho de llevar repitiéndose mucho tiempo. Montaigne lee a los antiguos y observa su propia experiencia, hacia el interior y hacia afuera, y se da cuenta de que para pensar en libertad y mirar las cosas con un máximo de precisión y agudeza hace falta, además de la irreverencia hacia los dogmas y las supersticiones, una vigilancia permanente sobre uno mismo, un reconocimiento de las limitaciones que nuestra naturaleza, nuestro carácter, nuestra educación, hasta nuestros sentidos, imponen sobre nosotros.
En Montaigne se cumple el ideal de escritura al que aspiraba en España Juan de Valdés, la naturalidad de escribir como se habla, no con la desaliñada espontaneidad que vendría a significar eso ahora, sino con la claridad viva del que conversa con un amigoPara Montaigne no hay nada, no hay nadie, que no sea interesante y digno de estudio, y como el ejemplo que tiene más cerca y le resulta más accesible es él mismo no quiere perder la oportunidad de observarse. Tampoco hay nada que pueda afirmarse con rotundidad, por mucho que las autoridades y que nuestro propio instinto de servidumbre quieran persuadirnos. Las personas matan y se dejan matar en nombre de fantasías que con frecuencia son inverosímiles, y que solo parecen razonables porque parecen haber sido aceptadas desde siempre. Qué clase de verdad puede aceptarse con absoluta convicción, si hasta la más sólida en apariencia se vuelve irrisoria con solo atravesar una frontera y si uno mismo advierte que sus ideas cambian casi a cada momento y se contradicen entre sí. Si no hay certeza, lo más seguro es la cautela, la atención sostenida, el hábito de la ironía. En medio del gran degüello de las guerras de religión entre protestantes y católicos y de la demencia colectiva de las quemas de brujas y los movimientos apocalípticos, Montaigne enuncia, apoyándose sobre todo en Lucrecio, en Plutarco y en Sócrates, una actitud de examen racional y tolerancia sobre la que a lo largo de los dos siglos siguientes se levantará el gran edificio de la Ilustración europea, con su vertiente doble de revolución científica y asentamiento gradual de la democracia. En Inglaterra, Francis Bacon y William Shakespeare leyeron con provecho a Montaigne, traducido al inglés por un librepensador italiano exiliado, Antonio Florio, que había sido amigo de Giordano Bruno. En la variedad de los personajes y las historias de Shakespeare el pluralismo de Montaigne cobra una forma de relato teatral. De Montaigne, y de Cervantes, deriva la gran irreverencia irónica del siglo XVIII, que en la novela lleva a Sterne y a Fielding y en el ensayo a Samuel Johnson y a David Hume. En Diderot se juntan gozosamente esos dos cabos sueltos. De unos a otros, el fluir es muy parecido, la vitalidad del habla, la escritura que va contando los pensamientos, las sensaciones y los hechos casi al mismo tiempo que suceden, un río de palabras conversadas o escritas del que seguimos necesitando aprender, que nos alegra y nos alumbra la vida.