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Fiesta y buen tiempo

Vicente Molina Foix  |  Firma invitada · Mercurio 183 - Septiembre 2016
  • In Firma invitada · Mercurio 183
  • — 23 Ago, 2016
© Óscar Astromujoff

© ÓSCAR ASTROMUJOFF

Montaigne se burlaba de los pensadores enmascarados bajo un falso semblante pálido y repelente; la filosofía “no predica otra cosa que fiesta y buen tiempo”, y según él “nada hay más alegre, más airoso, más divertido y casi diría que retozón”. Pero el mismo hombre, en el ensayo titulado “La soledad”, escribe también sobre esa trastienda de la intimidad donde conversar estoicamente consigo mismo, “tan privada que no tenga cabida ninguna relación o comunicación con cosa ajena; discurrir y reír como si no tuviésemos mujer, hijos ni bienes, ni séquito ni criados, para que cuando llegue la hora de perderlos, no nos resulte nuevo arreglárnoslas sin ellos” (cito por la traducción de J. Bayod Brau, Acantilado, 2007).

La paradoja de un carácter tan agudo, tan cultivado y profundo, tiene en los Ensayos la vía de escape del humor (“mi estilo es por naturaleza cómico”) y la franqueza inaudita sobre el propio organismo y sus dolencias, sus vicios, sus inconsecuencias y manías. Y siendo cierto que otros antes que él se trataron a ellos mismos como materia confesional y reflexiva (notablemente Séneca en sus cartas y San Agustín en sus escritos biográficos, leídos ambos y citados con profusión por Montaigne), la novedad del llamado señor de Eyquem es que no hay en sus textos la voluntad de educar, dar ejemplo o enderezar una vida de errores. “Yo no enseño, yo relato”, algo que ratifica, de manera original, hablando como si hablara no él sino su libro, en la advertencia “Al lector” que lo abre, y en la que, aparte de anunciar que su único fin al escribirlo es doméstico, remacha que “no he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria”.

La fiesta de leer a Montaigne es que nunca cansa y nunca deja de alumbrar, tanto al mencionar sus cálculos intestinales, sus flatulencias y sus retortijones (“Gracias a la generosidad de los años, he trabado intimidad con el cólico”), como al fundir la erudición con el sarcasmo, como al exclamar en su epígrafe sobre La semejanza de los hijos con los padres: “¡Qué desgracia carecer de la facultad de aquel soñador de Cicerón que soñó que abrazaba a una muchacha y se encontró con que había expulsado su piedra entre las sábanas! Mis piedras me quitan todas las ganas de muchachas”.

Humanista y hedonista, aristócrata y monárquico, católico y escéptico, Montaigne se asemeja, en el espejo de sí mismo, a todos nosotros, incluyendo a los que menos se parecen a él. Hay una universalidad que su obra expresa sin excluir a nadie; basta con padecer y tener angustias, sentir deseos y no poder consumarlos, tomarse las cosas a la ligera, incluso las más graves, para pertenecer a la banda de los que don Francisco de Quevedo, su primer gran admirador en la cultura española, llamaba “los montañistas”.

También fue un extraordinario bricoleur de los saberes antepasados. De un modo que anuncia y sin duda inspira el de Walter Benjamin, Montaigne actúa como trapero de los residuos sublimes o veleidosos dejados desde la antigüedad por muchas voces en varias lenguas. El cuerpo de sus innumerables citas da forma a su alma, y las mil quinientas páginas de los Ensayos, esa novela del yo, sirven de recuento de cómo la conciencia se fue creando y, a la vez, de programa de una filosofía futura y narrativa en la que no cabe frontera ni disimulo.

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