
El controvertido escritor inglés D.H. Lawrence (1885-1930) retratado en Santa Fe, New Mexico (1922).
Demonizado en vida por los puritanos y a la vez menospreciado por los árbitros del buen gusto, entre quienes se encontraban autores prestigiosos como
T. S. Eliot o
Virginia Woolf que calificaron, no sin razón, su literatura de desmañada,
D. H. Lawrence tuvo también defensores cualificados como
E. M. Forster o
Aldous Huxley que supieron ver el genio tras los modos excesivos y cierta incontinencia verbosa, extensible al plano de las ideas que el escritor, imbuido de su condición de profeta, defendía con singular vehemencia. Irremediablemente simpatizamos con el “peregrino salvaje”, adscrito a un vitalismo de corte paganizante, que reivindicaba los instintos y la vuelta a la naturaleza, aunque su
escandalosa defensa de la libertad sexual de la mujer ha sido discutida por la crítica feminista y no faltan quienes —ya lo hizo la propia Woolf— lo acusan de misoginia. Leída hoy, en la estupenda edición de
Sexto Piso, traducida por
Carmen M. Cáceres y
Andrés Barba e ilustrada por los jóvenes artistas ucranianos
Romana Romanyshyn y
Andriy Lesiv, la novela más conocida de Lawrence,
El amante de lady Chatterley (1928), largo tiempo prohibida en Gran Bretaña donde fue considerada una obra no ya obscena sino abiertamente pornográfica, no resulta tan transgresora como lo fue en su momento, menos, como se ha dicho, por haber mostrado los tabúes del sexo o la fuerza del deseo femenino que por romper —el adulterio entre
iguales no estaba tan mal visto— la barrera entre las clases. Las escenas eróticas, de hecho, que en efecto no eluden la carnalidad, ocupan sólo una parte —no la mejor o la más perdurable— de un relato que lo es sobre todo de denuncia, como sin duda vieron los censores. A ellos —”Ah, los perros añejos que fingen proteger / la moral de las masas…”, decía en uno de sus últimos poemas— les dedicó el indómito Lawrence, plebeyo orgulloso de serlo, un buen puñado de merecidos insultos.
Como viera
Eliot, que por lo demás no gustaba demasiado de sus versos, la autonomía del poema como producto del intelecto y su esencia fundamentalmente musical, por encima del sentido, fueron las grandes apuestas teóricas de
Poe, de quien
Baudelaire tomó las nociones que alumbrarían el simbolismo en lengua francesa. La línea, sobre todo a través de
Mallarmé, llega hasta
Paul Valéry, el inspirador de la “poesía pura”, muy leído en España —medio centenar de traducciones de
El cementerio marino desde la primera versión castellana de
Jorge Guillén, que conoció personalmente al maestro cuando trabajaba de lector en la Sorbona— aunque no todos los poetas del 27, por aludir a la primera generación que recibió su influjo, compartieron el entusiasmo por el autor de
Charmes (1922). Traducido por
Pedro Gandía para
Visor, Cármenes, libro que recoge el poema mencionado y cuyo título remite a los
carmina latinos, poemas o cantos pero también sortilegios o encantamientos, o sea cantos mágicos, es junto a
La joven Parca (1917) —véase la versión de
Antonio Martínez Sarrión, publicada por
Linteo— la obra más celebrada de Valéry, un poeta con fama de hermético que estaba obsesionado con la perfección y perseguía, por encima de todo, la sonoridad, en el marco de una concepción arquitectónica del poema que —no en vano se le ha reprochado su frialdad— desdeña la emoción, “inútil en las artes”, en favor de la inteligencia abstracta. La autoconciencia de Valéry y su rigor teórico, muy admirado por los estudiosos, son ciertamente impresionantes, pero no extraña que haya lectores que prefieran versos caracterizados por un cierto grado de impureza.
Ya había sido publicado por
Aguilar en 1987 y desde entonces, cosa inhabitual, como apunta
Andrés Trapiello, tratándose de una edición reciente, se había convertido en un libro muy buscado que vuelve ahora a estar disponible en el catálogo de
Renacimiento. Inédito hasta esa fecha, el manuscrito de
Celia en la Revolución, acabado en 1943, permaneció largo tiempo oculto entre los papeles de
Elena Fortún hasta que su biógrafa
Marisol Dorao, informada de su existencia por los herederos del editor Aguilar, lo encontró en Estados Unidos. La aventura
perdida de la popular Celia, ya adolescente en la novela, recrea algunas de las vivencias de Fortún —cuyo nombre real era Encarnación Aragoneses— durante la guerra civil española en escenarios como el Madrid sitiado, la Valencia que fue capital de la República o la Barcelona bombardeada por los nacionales, desde una perspectiva nada tendenciosa que sorprende por su ecuanimidad a la hora de mostrar —republicana como su padre, Celia no suscribe ningún discurso partidista— los crímenes de unos y otros. Por esta razón, Trapiello no duda en situar la novela, verdaderamente conmovedora, junto a las obras mayores sobre la contienda de
Chaves Nogales, Clara Campoamor o el diplomático chileno
Morla Lynch, referentes de esa “tercera España” que vio con horror —en el presente de los hechos, no después, aunque ese
después no ha llegado para algunos— la deriva autoritaria de los bandos en conflicto.