Del margen al centro
La influencia de Rulfo en los nuevos narradores mexicanos es reconocida por autores como David Miklos, Cristina Rivera, Yuri Herrera, Alberto Chimal o Heriberto Yépez
Juan Rulfo era parco: apenas escribió medio millón de palabras. Sus biógrafos coinciden en caracterizarlo como un hombre retraído que no buscó los reflectores y vivió incómodo con el “mundillo” literario, pero sus breves y deslumbrantes libros bastaron para convertirlo en uno de los más destacados autores en castellano del siglo XX. Al contrario de lo que ha sucedido con figuras que, en vida, ocuparon el centro de la vida cultural mexicana y latinoamericana, como Octavio Paz o Carlos Fuentes, a las que las recientes generaciones han sometido a escrutinios (intelectuales, éticos, políticos) de los que no siempre han salido indemnes, la sombra de Rulfo no deja de crecer. Sus textos son frecuentados por miles de lectores cada año, los estudios académicos en torno suyo aumentan vertiginosamente y su estilo sobrio y eficaz es, por derecho, una referencia ineludible para los jóvenes escritores de su país.Era previsible que la conmemoración del centenario de su nacimiento convertiría este 2017 en un año en que su figura se consolidará aún más, intelectualmente hablando, en México, aunque también es posible que, a la vez, se radicalicen algunas de las controversias que rodean el legado del escritor nacido en 1917 en el sur de Jalisco.
En lo que hay poca discusión, si alguna, es en la importancia cardinal de la obra de Rulfo. El crítico Ignacio Sánchez Prado, profesor de estudios latinoamericanos de la Universidad Washington, de San Luis, EEUU, y uno de los más visibles críticos mexicanos, es categórico: “Yo creo que Rulfo es el escritor mexicano del siglo XX más importante para el siglo XXI. Su lectura estuvo mucho tiempo limitada por su encajonamiento en el canon de la literatura nacional, y creo que ahora, liberados de esos imperativos, podemos ver otras cosas. Junto con Revueltas, es sin duda el mejor figurador literario de los límites de la modernidad en México, sobre todo pensando en la manera en que la urbanización del milagro mexicano tuvo como correlativo la devastación social, cultural y económica de las áreas rurales. Y el hecho de que, pese a haber trabajado para el Estado toda la vida, y pese a haber sido un escritor tan importante, no se haya erigido como un caudillo cultural al estilo de [Alfonso] Reyes, [Octavio] Paz o [Carlos] Fuentes, permite leer más sobre su obra que sobre su figura. Si ves los mejores trabajos recientes sobre Rulfo, puedes ver que hay muchísimo más que decir”.
Al contrario de lo que ha sucedido con figuras que ocuparon el centro de la vida cultural mexicana, a las que las recientes generaciones han sometido a escrutinios de los que no siempre han salido indemnes, la sombra de Rulfo no deja de crecerEl novelista y editor David Miklos, compilador de un par de antologías de narrativa centrales para entender a las generaciones de los sesenta y setenta, apuntala este dictamen: “Cualquier escritor mexicano que intente obviar a Rulfo jamás encontrará su lugar en nuestras letras, que son, tal cual, letras fantasmas, como Rulfo supo ver a la hora de encarar Pedro Páramo, siempre visionario. De igual modo, los cuentos de El Llano en llamas son todo un taller tanto de lectura como de escritura, atemporales a un tiempo y para siempre ubicados en un momento preciso, pasado y, qué duda cabe, clásico. No conozco otra gran novela mexicana que Pedro Páramo: pocos autores han sabido retratar nuestra realidad de forma tan fantástica”.Cristina Rivera Garza, escritora, ensayista y profesora, quien publicó recientemente un acercamiento biográfico, narrativo y teórico a Rulfo, llamado Había mucha neblina o humo o no sé qué (Literatura Random House, 2016), lo tiene igual de claro: “Rulfo sigue vivo porque se hizo y nos hizo preguntas que tienen sentido en el mundo en que vivimos hoy. Más que respuestas, esas preguntas nos piden atención, cuidado, sentido de observación, complicidad, presencia. No son, por supuesto, preguntas directas sino dardos que avanzan y zigzaguean de acuerdo a los retos que imponen la estética y la ética. Rulfo me volvió una lectora atenta no solo a los temas que tocaban o alrededor de los cuales giraban sus (y otros) libros, sino sobre todo a los recursos lingüísticos y a las estrategias narrativas que puso en juego para hablar de lo que no se puede hablar, de lo que exige la invención de un lenguaje para ser enunciado”.
Numerosos críticos han identificado en la obra del hidalguense Yuri Herrera, uno de los escritores mexicanos contemporáneos más reconocidos, la huella rulfiana. Para él, hablar de Rulfo es hacerlo de alguien esencial: “Hay una sequedad fértil que le permite contar las tragedias más hondas sin caer en el melodrama y una comprensión de la historia que lo aleja del realismo catequizador. A Rulfo no le interesa curar a nadie, su lenguaje opera con la precisión del cirujano que localiza un quiste solo para decirnos que también somos eso”.
Sus textos son frecuentados por miles de lectores cada año, los estudios académicos en torno suyo aumentan vertiginosamente y su estilo sobrio y eficaz es, por derecho, una referencia ineludible para los jóvenes escritores de su paísEstos entusiasmos, sin embargo, no significan que no exista, simultáneamente, cierto escepticismo. El narrador Alberto Chimal, considerado el más reconocido autor mexicano actual en los terrenos de la literatura fantástica (o “de la imaginación”, como él prefiere decir), levanta la voz por quienes no coinciden con la manera en que las obras de Rulfo son impartidas por escuelas y universidades: “Mi experiencia de lectura fue dispareja. Me tocó leerlo por primera vez en la escuela, por obligación, y no lo recuerdo con mucho afecto porque fue básicamente memorizar respuestas para el examen y acomodar los textos en una interpretación preestablecida por el plan de estudios. Después he tenido que leer apartándome de esa visión adocenada de Rulfo (y de la literatura mexicana en general). Sobre todo me siento lejos de esa lectura programática, que me parece no solo terriblemente cerrada sino hasta enemiga de la literatura, de lo que puede hacer la literatura. Leíamos El Llano en llamas como sucursal del libro de texto y Pedro Páramo, cuando mucho, como confirmación de que el mexicano es violento y hierático pero también agachón, amarrado fatalmente al peso del pasado. Y eso en realidad apenas era leer”.Las controversias no paran allí. El ensayista, crítico y narrador Heriberto Yépez ha sostenido, en diversas ocasiones, que existen lecturas de Rulfo que tienden a minimizarlo y a desvirtuar su importancia. En una columna publicada por el diario Milenio (08/11/14), señala: “[…] la clase literaria mexicana había imaginado un perfil de cómo debía ser su máximo escritor. Y Rulfo no se parecía a esa expectativa […]”. Y en su blog “Archivo hache” abundó en el tema: “[Octavio] Paz y su séquito trataron de aminorar la importancia de Rulfo por ser el mejor escritor mexicano en una época en que Paz envidiaba serlo”.
Yépez, además, defiende la labor de la Fundación Rulfo, organizada y presidida por la esposa e hijos del jalisciense, entidad que también se ha visto envuelta en polémicas, pues ciertos escritores y académicos consideran que ha intentado imponer una visión ortodoxa de la figura de Rulfo y una lectura monolítica de sus textos. “Obstruyen la real lectura crítica”, sintetiza David Miklos.
Hace diez años, la Fundación exigió que se retirara el nombre de Juan Rulfo del premio que cada año concede la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) por considerar que algunos premiados (los escritores Juan Goytisolo y Tomás Segovia) y uno de los jurados del galardón (el crítico Christopher Domínguez) habían sido irrespetuosos o abiertamente desdeñosos con su obra.
Más allá de exaltaciones y controversias, lo innegable es que la figura y la obra de Rulfo llegan al centenario del autor revitalizadas y en un lugar central del debate literario en México.