Antonio Iturbe, Premio Biblioteca Breve 2017: “Volar es aliarnos con nuestros sueños”
—¿Cómo surge esta novela con alas?
—En realidad la empiezo a escribir hace 40 años cuando leo por vez primera El principito, cuya lectura me conduce a otras posteriores en otras edades y en las que voy encontrado diferentes miradas acerca de la novela. Ese es el hilo del que tiro para llegar a los otros libros de Saint-Exupéry y a su vida de piloto en los inicios de Aeropostal, la línea que partía de Toulouse, cruzaba la Península Ibérica y el desierto del Sáhara hasta Senegal, y que salta después a Sudamérica. Es por tanto una novela que durante muchos años ha viajado conmigo.
—Los protagonistas son tres pilotos: Henri Guillaumet, Saint-Exupéry y Jean Mermoz. ¿Tres poetas funambulistas del aire?
—En gran medida sí. Estamos hablando de una época en la que los aviones eran de madera y de tela, con un motor de 180 caballos y que de cada tres viajes se estropeaban en uno, de cabinas descubiertas que hacían que volar fuese como ir en moto por el aire. Esa forma de vida arriesgada le confería al oficio ese sentido de poesía con un toque de romanticismo basado en la aventura, en la camaradería, en la pasión por colonizar el aire con el arrebato del maquinismo. Todo eso los convierte en seres soñadores y libres, irrepetibles en nuestros días. Los tres simbolizan que volar es aliarnos con nuestros sueños.
—Un tipo voraz como Mermoz, otro técnico y obediente como Guillaumet y Sain-Exupéry el que más se arriesga. La mezcla de los tres sería el piloto perfecto.
—Lo sería si se pudiese fundir la fuerza de la naturaleza y siempre hambriento de retos de Mermoz, el virtuosismo técnico de Guillaumet, y la conciencia del oficio de piloto de Saint-Exupéry. Lo que los primeros hacían de forma intuitiva él lo racionalizaba y le daba la dimensión épica de la brecha que estaban abriendo en la aviación civil. Tal vez por eso su amistad fue tan estrecha y se mantuvo hasta las muertes de cada uno, pespuntadas en el tiempo entre la desaparición misteriosa y los combates aéreos de la guerra.
—No solo fue perfecta su amistad. También lo es Aeropostal, un excelente ejemplo de lo que debe ser una empresa: el industrial visionario Latécoère, el eficiente director Daurat y tres pilotos intrépidos.
—Es verdad que una empresa debería ser algo como en este caso. Alguien que pone el proyecto y el dinero, un director de orquesta que lo entiende y da ejemplo de profesionalidad y compañerismo, y unos pilotos que lo ejecutan. Una demostración de que una empresa la hacen las personas, la pericia, el talento y la pasión, y no hace falta nada más. No sé por qué el mundo se ha vuelto tan complicado y las empresas se han convertido en extraños conglomerados que pertenecen a fondos de inversión, sin rostro ni apellidos, y con gente que necesita hacer no sé cuántos másters y escuelas de negocios para sacar algo adelante.
—Usted cuenta como cada escala en la carrera profesional del autor de El principito y de sus amores se convierte en un libro. El Sáhara español es Correo del Sur; Buenos Aires es Vuelo nocturno. ¿Como dice en la novela el personaje de André Gide “cada historia es la misma y es diferente”?
—Él tenía la idea fuerza de que escribir es una consecuencia de lo que se vive. Todos sus libros son la huella de sus pasiones, vinculadas a sus experiencias como piloto y también de sus desamores. Sus textos siendo muy poéticos tienen esa profundidad de lo vivido, y es lo que los hace tremendamente poderosos. Un buen ejemplo es cuando el departamento de propaganda francés le pide que anime a la gente a combatir y él se niega porque no ha estado en el frente, y considera inmoral hacerlo.
—Ese posicionamiento aparece en otros episodios que dibujan al personaje condenado por el gaullismo por su apoyo al régimen de Vichy, al considerar que no rendirse hubiera derivado en una masacre de jóvenes franceses. Una manera de reivindicar la novela moral.
—Me importa que las cosas tengan un peso moral y de qué manera nos relacionamos con los demás. Lo mismo que estoy a su favor cuando critica la corrupción política del parlamento que mina los cimientos de la justica social, que la llegada al poder del nacional socialismo se entienda como el motor que ha despertado el porvenir de Alemania, o los intereses que se esconden detrás del sentimiento visceral de la gloria nacional. Él ha descubierto al volar que no existen fronteras y cuando finalmente entra en combate más que por Francia lo hace por la libertad de los hombres. Hoy día parece valer más la literatura del escepticismo y del realismo sucio que mostrar que el dolor de los débiles no nos deja indiferentes, o qué postura adoptamos ante ciertas agresiones morales, o los gestos éticos como el que tuvo Meryl Streep en los Globos de Oro al defender a los inmigrantes, la necesidad de un periodismo sólido o la dignidad de un periodista discapacitado del que se había mofado Trump.
—Más que una biografía novelada su novela es un retrato desde dentro de Saint-Exupéry, que consigue que el lector vuele también con su historia.
«Hoy día parece valer más la literatura del escepticismo y del realismo sucio que mostrar que el dolor de los débiles no nos deja indiferentes, o qué postura adoptamos ante ciertas agresiones morales”—En la novela hay situaciones estilizadas, invención de diálogos y hay una argamasa de imaginación que es el cemento que va uniendo los ladrillos de los hechos reales para que el lector se haga una idea más o menos fidedigna de cómo fue la vida de estos pilotos. Y que además de la parte intelectual de sus vidas descubra la parte física y cotidiana de su oficio Y especialmente a un Saint-Exupéry pasado de peso y torpe que encuentra en la aviación una ligereza que le hace sentirse dinámico, que lo acerca a su pasión por las estrellas, por los grandes espacios, por el dibujo que trazan los ríos y los oasis verdes de los árboles. Él fue un ecologista antes de que existiese el ecologismo y para el que volar, además de un oficio, era una fuente de satisfacción y de inspiración.—En un momento dado él escribe: “la aviación me hecho volar por encima del paso de los años”. ¿Casi una declaración de amor a su oficio?
—Saint-Exupéry tuvo una vida en la que ansiaba la estabilidad del amor que nunca encontró y en esos momentos de fracaso, de incertidumbre o de malos momentos, él podía ir a un aeródromo, despegar del suelo y dejar todo atrás. Volar era un paraíso en las nubes en el que sublimar la imaginación por encima del peso de lo real. Un refugio desde el que mirar la vida de abajo y sentirse a salvo. Incluso cuando aterriza de manera forzada en el desierto escapa del frío nocturno mirando las estrellas, buscando acomodo en el cielo, en las historias que le inspiran esa especie de página en la que escribe cuando vuela.
—¿Es en ese episodio de piloto encallado en el desierto cuando nace El principito?
—El principito es un personaje que va creciendo dentro de él. En su correspondencia de los años 20 hace dibujos de un muchacho de pelo rizado y con una capa. Es un misterio. Lo único cierto es que él hubiese querido ser padre y que fue siempre un reivindicador de la infancia como deja patente en la dedicatoria del libro: “A León Werth, al niño que fue”. El principito nace de ese afán suyo de no abandonar nunca ese planeta de la infancia.
—¿La escritura que tanto le obsesionó, rompía 99 páginas de 100 que escribía, fue otro lugar donde alcanzó esa felicidad negada?
—Él era muy inseguro cuando escribía. A veces llamaba a los amigos a las tres de la madrugada para leerles una página y sentir la aprobación. A Saint-Exupéry los argumentos le interesaban relativamente, para él la escritura es el pálpito de lo esencial, su idea de que cada uno tiene que fundar su lugar en el mundo. Cuando escribe piensa que su identidad y su vida se clarifican.