Dos décadas magníficas
En tono general y en relación comparativa con la novela, el cuento español de los últimos tiempos se ha permitido más riesgo, avances y variedad de la que muestra el género hermano
En el año en que un gran maestro del cuento como Juan Eduardo Zúñiga acaba de recibir el Premio Nacional de las Letras y una escritora de la generación siguiente, Cristina Fernández Cubas, el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa por un libro de cuentos, La habitación de Nona, llega el momento de reflexionar sobre qué puede haber hecho posible que escritores que se conocen por el cultivo de ese género alcancen por fin el reconocimiento debido. José María Merino, otro maestro de la misma generación que Fernández Cubas, ha supuesto también un puente necesario entre la gran tradición de los mayores (Aldecoa, Martín Gaite, Matute, Medardo Fraile, Esther Tusquets) y una generación de autores de mediana edad que ya están en condiciones de ser considerados consagrados. Me refiero a los que nacieron en torno a 1960, una nómina realmente notable de buenos cuentistas —que han llevado el género a cimas que nunca tuvo el siglo XX en cuanto a densidad, asiduidad de su cultivo y variedad de registros— como Fernando Aramburu (1959), Hipólito G. Navarro, Berta Vias Mahou, Ángel Zapata, Guillermo Busutil, Cristina Cerrada, Juan Bonilla, Gonzalo Calcedo, Eloy Tizón, Mercedes Abad, Sáez de Ibarra, Carlos Castán. Una nómina importante en una enumeración que no ha querido ser exhaustiva, sino reunión de algunos de los que entiendo más representativos del vigor y la variedad de los que hablo. Sin ellos no se hubiese producido el enorme empuje que han cobrado los nacidos en las décadas posteriores como Elvira Navarro, David Roas, Manuel Moyano, hasta llegar a los más jóvenes Pilar Adón, Muñoz Rengel, Berta Marsé o Sara Mesa.Aunque algo podré decir de estilos y sesgos, es importante destacar que esa vitalidad no habría sido posible sin un fenómeno que considero vital: existen en España hoy editoriales como Páginas de Espuma y Menoscuarto, nacidas para abrigar al género y con vocación de especialización en él, que han animado a otras varias a hacerlo igualmente (pienso en Tropo, Salto de Página, Xordica, etc.). De tal manera que se publican libros de cuentos como nunca antes, con algún detalle insólito como el libro de Alberto Méndez Los girasoles ciegos que se convirtió en un verdadero best-seller y ganó el primer Premio Setenil de cuentos, que han obtenido desde entonces algunos de sus mejores cultivadores. El Setenil y hasta hace poco el NH de Relatos, coordinado por José Luis Martín Nogales, están especializados en el género y lo han hecho más visible, como está consiguiendo ahora el Premio Ribera del Duero. No es menos importante que los premios el hecho de que cuente este género con antologías y estudiosos como los profesores Irene Andrés Suárez, Fernando Valls, Ángeles Encinar, Ana Casas, etc., y otras debidas a creadores como las de José María Merino o Andrés Neuman, por citar tan solo ejemplos notables.
La buena salud de la que goza el género en el campo literario únicamente merece ser destacada cuando se corresponde netamente, y ese es el caso, con la de la enorme creatividad de sus cultivadores, con los creadores. Antes he citado a la promoción de los nacidos en los sesenta de la que querría destacar dos aspectos que me parecen importantes: el primero, que han diversificado mucho sus fuentes de inspiración. Claro está que se percibe la deuda con Julio Cortázar o Monterroso, no es menor el peso de Kafka, Borges o Poe, pero también de Cheever, Carver, Munro, O’Connor, etc. Junto a la internacionalización de su lenguaje expresivo hay que señalar también en esta generación la ampliación de los registros. El gusto por la paradoja y el juego lingüístico de Hipólito G. Navarro, pleno de un humor inteligente, no exento de fidelidad a la tradición surrealista, ha conseguido que su obra de cuentos sostenga títulos con reediciones, como fue el caso de Relatos mínimos (1990 y 1996) o que su libro Los últimos percances (Seix Barral, 2005) recupere entregas anteriores como El aburrimiento, Lester. Lo mismo ocurrió con El pez volador (Páginas de Espuma, 2008 y 2016). Una línea distinta es la seguida por Gonzalo Calcedo, quien aúna la tradición con originales construcciones imaginativas deducidas de un estilo sobrio, que no parecía anunciarlas, como ocurre en los libros La madurez de las nubes (1999) y Apuntes del natural (2002).
Hay una generación realmente notable de buenos cuentistas, nacidos en torno a 1960, que han llevado el cuento a cimas que nunca tuvo el siglo XX en cuanto a densidad, asiduidad de su cultivo y diversidad de registrosOtra importante dirección del cuento de los años sesenta es la que representan escritores como Guillermo Busutil y Carlos Castán. En los cuentos de ambos, como ocurre con el realismo de Bulevar de Sáez de Ibarra, tiene presencia la crisis política y social a través de historias urbanas, con fuerte capacidad de sugerencia del tedio, del vacío o la sinrazón. De Guillermo Busutil destacaré sus libros Drugstore (Páginas de Espuma, 2003) y Vidas prometidas (2011), Premio Andalucía de la Crítica y finalista del Premio Setenil, en el que sobresale también la creación de personajes creíbles en entornos hostiles y extrañamientos cotidianos. Carlos Castán incide igualmente en los despojos de la crisis como en Sólo de lo perdido (2008), o bien con la originalidad del tema del amor en La piel afilada (2010). Cristina Grande, en el que quizá sea su mejor libro, Dirección noche (2006), disecciona situaciones cotidianas, amorosas o familiares, con humor y penetrante sobriedad estilística.Ángel Zapata y Eloy Tizón son autores que han experimentado nuevas vías del cuento con ribetes vanguardistas. Del primero sobresale su libro La vida ausente (2006), en tanto que Eloy Tizón deslumbró con el titulado Técnicas de iluminación (2013) en el que confirma la calidad ya revelada en la que sigue siendo su obra maestra, Velocidad de los jardines (1992). Berta Vias Mahou con Ladera norte (Acantilado, 2011) y La mirada de los Mahuad (Lumen, 2016) y Pilar Adón con El mes más cruel (Impedimenta, 2010) son las más cercanas a la herencia jamesiana, al explotar situaciones extrañas en contextos desasosegantes. También Andrés Neuman y Sara Mesa plantean situaciones en las que el tránsito entre racionalidad e irracionalidad deja al lector con la impresión de un mundo abierto. En el terreno de la literatura de corte fantástico, que crea distopías ilustrativas de nuestro tiempo, sobresalen Muñoz Rengel con 88 Mill Lane (2005) o De mecánica y alquimia (2009) y también David Roas, en Horrores cotidianos (Menoscuarto, 2007) y La estrategia del Koala (Candaya, 2013). La atención a tipos de la vida cotidiana con los que el cuento fija situaciones sociales de nuestras ciudades, es visible en Mirar al agua (2009) de Sáez de Ibarra, libro con el que recibió el primer Premio Narrativa Breve Ribera del Duero, o La ciudad en invierno (Caballo de Troya, 2007) de Elvira Navarro. Por último, el retrato de situaciones históricas como el terrorismo y las víctimas de ETA ha dado dos joyas en libros de cuentos de Fernando Aramburu, Los peces de la amargura (Tusquets, 2006) y El vigilante del fiordo (2011), sin olvidar un libro fundamental de sus orígenes en el género, No ser no duele (1997).
Algunos de los autores señalados en este rápido diagnóstico son también novelistas, pero en muchos quizá sea el cuento el género en el que más han destacado. Podría decir que en tono general y en relación comparativa con la novela, el cuento español se ha permitido más riesgo, avances y variedad de la que muestra el género hermano.