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La librería roja

Sergio del Molino  |  Firma invitada · Mercurio 191 - Mayo 2017
  • In Firma invitada · Mercurio 191
  • — 25 Abr, 2017
© Miguel Sánchez Lindo

© MIGUEL SÁNCHEZ LINDO

Hubo un tiempo, que ya nadie recuerda, en que los libreros eran gente huraña. Tipos borgianos, de jersey gordo, gafas gruesas y tos crónica por el polvo acumulado en las estanterías. No servían café, no daban mucho palique y había que ganarse su confianza a base de visitas y de demostrar que no se entraba a robar, como tantos estudiantes con abrigos anchos. Cuando Paco Goyanes abrió su librería, en 1983, dominaba esa especie ya extinta y aún no había llegado la generación de los libreros sonrientes y solícitos, imbuidos de la mística de la lectura, conscientes y orgullosos de su papel de agitadores culturales. Paco se situó entre dos mundos, y recogió en su trabajo y en su local el espíritu de los que se iban y de los que estaban por venir.

La librería Cálamo se abrió en la plaza de San Francisco de Zaragoza, en los soportales opuestos a la universidad, con su campus franquista, rectilíneo, encerrado por un muro antipático. Franquista era también esa plaza, sin una sola curva y con la estatua de Fernando el Católico en el centro. La librería Cálamo ocupaba una esquinita, discreta, como un respiradero en una ciudad llana y seca que en España solo se conocía por exaltaciones patrioteras, vírgenes y recuerdos de la mili. La colonización de ese lugar fue también una forma de recuperar un aire civilizado, suave y democrático en una ciudad demasiado acostumbrada a las marchas militares.

Cálamo nació discreta, pero se ha abierto al mundo. Librería francófona, con mil lazos estrechados con América Latina, con un pie en la cercana universidad y el otro en el mundo literario nacional, se ha convertido en uno de los vínculos más fuertes de Zaragoza con la escena cultural española. Quién diría que ese local esquinado, ya añejo (o añoso) es en realidad una puerta al gran mundo, como el objetivo de Daniel Mordzinski, que fotografió a Paco Goyanes y a Ana Cañellas, librero y librera, frente a un muro amarillo y mirando al cielo.

Para mi hijo de cuatro años es la librería roja, por el color que domina desde el escaparate, y seguro que a Paco y a Ana no les importa el sobrenombre, porque durante años ha sido la librería roja. Los más reputados progres de la ciudad (sin ánimo despectivo en lo de progre) tienen cuenta abierta, y la sección de ensayo político ha sido de lo más cuidado del fondo. Porque tienen fondo, aunque nadie sepa cómo les cabe. Más fondo que Alí Babá.

En Cálamo hay que echar un ojo a las mesas, porque siempre hay títulos inesperados, gracias a la selección personal del equipo, que procura alejarse de lo previsible y sabe halagar la vanidad de los mejores lectores, pero confieso que no he elegido esta librería por todas esas virtudes, siendo por sí solas razones sobradas. Hay en la misma Zaragoza otras librerías tan importantes como esta y con solera parecida. Mi motivo, triste pero obligado es admitirlo, es egoísta. Cálamo tiene una escalera que lleva a la sección de poesía y de viajes (que están juntas, con acierto semántico), y en los escalones están los nombres de los ganadores de los premios anuales que convocan, y en el último se lee el mío. Mi nombre está en muchas librerías y en muchas mesas de novedades, pero en ningún lugar está fijado de forma permanente, como homenaje.

Esto me crea un problema. No puedo ir a Cálamo muy a menudo porque me da vergüenza ver eso ahí. Quisiera que Paco y Ana no fueran tan cariñosos y atentos y se convirtieran en unos libreros de novela de Sábato, resabiados y cínicos, para poder curiosear en las estanterías con timidez y culpa, como hacía antes. Sé que eso es imposible.

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