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Nabokov, o el ardor del lenguaje

Juan Manuel de Prada  |  Especial Doscientos - Mayo 2018
  • In Especial Doscientos
  • — 16 Abr, 2018
© Irving Penn

© IRVING PENN

Hay obras que, en sí mismas, encierran un desmentido a esa afirmación excluyente, propia de maniqueos cavernícolas, según la cual fondo y forma (o si se prefiere, estilo y narración) se estorban mutuamente. Se ha repetido con machaconería que el lenguaje deliberado de Nabokov, su perpetua indagación de sinestesias y retruécanos y otros finisterres de la palabra, su fraseología laberíntica, su tratamiento cínico y deliberado de la propia sustancia narrada impiden al lector fijar su atención sobre la trama y extraer de ella emociones genuinas. Nada más alejado de la realidad: en sus libros, Nabokov nunca prescinde de las tramas, sino que, sobre su andamiaje en apariencia simple, levanta arquitecturas verbales infinitamente complejas.

Elegir un título que compendie las bondades de Nabokov no es tarea baladí: su bibliografía comprende al menos media docena que merecen el rango de obra maestra. Me inclino, sin embargo, por Ada o el ardor, porque reúne algunas de las obsesiones recurrentes de Nabokov: abolición de la “realidad”, exploración del pasado, anatomía de la pasión amorosa, imitación burlesca de ciertos clichés narrativos; a la vez que constituye una gozosa transgresión de las convenciones que rigen la ficción y un monumento a la memoria fantaseante. Una exposición sintética de Ada o el ardor nos depararía el esqueleto de una trama tradicional, si por tradición novelesca entendemos la creación de un mundo cerrado y el desenvolvimiento de ese mundo a través de una serie de episodios trágicos, cómicos, folletinescos o eróticos. Los protagonistas de Ada o el ardor son Ada y Van Veen, dos hermanos entrelazados por confusos vínculos consanguíneos que se creen primos. Van es un niño depravado, ingenuamente depravado (pero “todos los niños brillantes son depravados”, según Nabokov), para quien estas estancias veraniegas en Ardis no tardarán en convertirse en interludios  de insoportable felicidad: allí se enamorará de su “prima” Ada, niña precoz o mujer embrionaria que acepta el incesto con esa despreocupación que caracteriza a los espíritus puros, infractores de todos los tabúes. Este idilio clandestino entre Ada y Van, que nunca incurre en el hastío porque hace de la voluptuosidad una variante optimista de la imaginación, permitirá a Nabokov ensartar una serie de avatares bizantinos que convierten la novela en un infatigable atlas de procedimientos narrativos, enaltecidos siempre por “esa originalidad de estilo que constituye la única verdadera honradez del escritor”. Nabokov imita jocosamente a Proust y a Flaubert, expolia los resortes de la novela folletinesca y hace escarnio de esos energúmenos llamados Freud o Henry Miller, que quisieron relegar la sensualidad a los arrabales de las alcantarillas o al mero repertorio gimnástico. La sensualidad, para Nabokov, es una pulsión indisociable de la nostalgia, pero no de una nostalgia estéril que se ensimisma en el pasado, sino de una nostalgia fecunda que instala ese pasado en el presente.

El lenguaje, en Nabokov, es exploración de la conciencia, transmisión de belleza y mecanismo interno que organiza la trama. En Ada o el ardor, mediante la alquimia de la palabra (una palabra ardiente, que casi quema en los labios), Nabokov logra instalar el pasado delante de nuestros ojos, en un juego de transgresiones que desborda la anécdota más o menos erótica, para encumbrar el amor en un recinto de eternidad. El tiempo, así, se convierte en una materia tangible, una especie de placenta nutritiva y redentora, ajena a las vicisitudes de la decrepitud, en cuyo interior se salva el amor, como un tesoro inasequible a las erosiones de la desmemoria. El amor, y también nosotros, lectores que arden en la llama de una literatura que nunca se extingue.

 

[Publicado en el número 104. Octubre 2008]
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