La larga noche
Pese al abrupto corte que supuso el inicio de la era soviética, autores como Bulgákov, Pasternak o Grossman renovaron la gran tradición de la novela decimonónica
Suele afirmarse con razón que la gran narrativa rusa del siglo XX fue escrita en los márgenes o contra los criterios estéticos impuestos por la Revolución de Octubre, hecha por disidentes que no lo tuvieron fácil para defender su autonomía en un estado policial. No habría sido impensable conciliar la épica bolchevique, que podía invocar muchos ejemplos de inquietud social en los autores decimonónicos, con los lienzos históricos o los conflictos morales planteados por sus antecesores, pero pronto se vio que las consignas de un arte programático, vigiladas por una siniestra red de censores y comisarios, no dejaban lugar a los matices ni menos aún al cuestionamiento de los principios transmitidos por la propaganda. Cualquier intento de tomar distancia era interpretado como un signo de relajación burguesa y quienes se preocupaban más de la cuenta por la forma o buscaban inspiración en las literaturas occidentales era tachados de decadentes, individualistas o reaccionarios. El realismo socialista se impuso como una losa cuyos efectos, salvo excepciones, fueron letales a lo largo de la era soviética. ‘El maestro y Margarita’ plantea un complejo y extravagante relato total que acumula muchos niveles de sentido, entre ellos, por supuesto, el de alegoría en clave política, pero no se agota en la ácida denuncia de la clerecía adocenadaHubo antes una llamada edad de plata, especialmente fecunda en el terreno de la poesía, en la que brillaron narradores como el simbolista Andréi Biely, autor de Petersburgo, considerado como un precursor de Joyce; el expresionista Leonid Andréyev o el joven Maksim Gorki, que una vez rehabilitado llegaría a ser la figura emblemática de la nueva literatura proletaria. En los primeros tiempos de la Revolución, pese a la marcha al exilio de autores que desarrollaron su obra fuera de Rusia —Vladimir Nabokov (en ruso e inglés), Irène Némirovsky (en francés), Nina Berbérova, Gaito Gazdánov o en parte Iván Bunin—, el régimen fue capaz de producir obras admirables como Caballería roja de Isaak Bábel, purgado después, como tantos otros, por Stalin; Julio Jurenito de Ilyá Ehrenburg o las obras satíricas de Ilf y Petrov. De la misma época, pero aparecida ya en Gran Bretaña, data la temprana distopía de Evgueni Zamiatin, Nosotros, que inspiraría a Huxley y sobre todo a Orwell y no sería publicada en Rusia hasta finales de los ochenta. Aunque no cabe discutir que el tono general de la literatura soviética fue invariablemente mediocre, los especialistas citan obras salvables e incluso renombradas —por ejemplo El Don apacible de Mijaíl Shólojov, el único autor oficial que ganaría el Nobel— de los autores adscritos a la ortodoxia defendida por los ideólogos del Partido, pero la norma fue que una tosca uniformidad proscribiera cualquier forma de talento.En un sistema represivo, aunque invisible, de proporciones nunca vistas, era inevitable que surgiera, nacida del testimonio de los centenares de escritores e intelectuales que fueron enviados a los campos, una literatura concentracionaria —para la que contaban los precedentes de Memorias de la casa muerta de Dostoievski y La isla de Sajalín de Chéjov— cuyo más famoso representante sería Aleksandr Solzhenitsyn, que pudo publicar en Rusia Un día en la vida Iván Denísovich aprovechando la relativa liberalización de los años del deshielo y cuyo posterior Archipiélago Gulag desveló al mundo, en fecha tan tardía como los años setenta, la magnitud del horror carcelario en el paraíso de los soviets. Otros testimonios ineludibles los aportan los impresionantes Relatos de Kolimá de Varlam Shalámov o la gran novela, hasta hace poco inédita en castellano, de Yuri Dombrovski, La facultad de las cosas inútiles, que se abre con un epígrafe premonitorio de Ray Bradbury: “Y, cuando nos pregunten lo que hacemos, podremos decir: ‘Estamos recordando’. Ahí es donde venceremos a la larga. Y, algún día, recordaremos tanto que […] excavaremos la mayor sepultura de todos los tiempos”. Estas y otras obras rechazadas circularon en copias clandestinas —autoediciones caseras, toda una corriente subterránea acogida al procedimiento del samizdat— que a veces lograron salir del país, donde no verían la luz sino décadas después, para ser publicadas en el extranjero.
Menospreciada por Nabokov, ‘El doctor Zhivago’ es una novela, aunque melodramática y desmesurada, prodigiosa, atravesada por un lirismo arcaizante que celebra el repliegue en la intimidad frente al heroísmo desalmadoLos buenos conocedores de la literatura rusa podrían citar otras muchas y por fortuna son cada vez más las accesibles a los lectores en español, pero cualquier aficionado debe acercarse a tres formidables novelas que merecen ser ubicadas, junto a sus predecesoras del XIX, entre las más valiosas de todo tiempo. Las tres comparten la tortuosa historia editorial, lo que desde luego no supone una excepción en el panorama de la Rusia soviética, y el hecho, que tampoco lo es, de haber sido escritas por narradores que en distintos grados y momentos fueron considerados enemigos del pueblo. Mijaíl Bulgákov, el inmenso autor de El maestro y Margarita, dejó siempre claras sus diferencias con los bolcheviques y acaso escapara al castigo que aguardaba a los insumisos —pero no evitó el ostracismo— por el hecho trivial de que Stalin, que para colmo presumía de buen gusto, sentía predilección por una de sus piezas teatrales. Es fama que la primera versión de su obra maestra —lo recuerda una frase de la novela, “Los manuscritos no arden”, que se ha hecho proverbial para significar que el arte siempre perdura— fue arrojada al fuego por el autor, que la reescribiría varias veces sin llegar a acabarla ni verla publicada. El componente fantástico, la intención satírica, una rara y conmovedora historia de amor y un desinhibido aire de farsa, se unen en un complejo y extravagante relato total que acumula muchos niveles de sentido, entre ellos, por supuesto, el de alegoría en clave política, pero no se agota en la ácida denuncia de la clerecía adocenada y bebe tanto del mito de Fausto —es el mismo Diablo quien visita un Moscú recreado con trazos esperpénticos— como de la tradición bíblica.Al gran poeta Borís Pasternak, que nunca se enfrentó directamente con el poder soviético, pero mostró su escepticismo respecto de la retórica del régimen y fue por ello apartado y silenciado, debemos otra de las novelas —la única que escribió, al final de su vida— que se alejaron del realismo propagandístico para proponer un fresco histórico en el que resuenan, adaptados a los años vertiginosos que median entre los inicios del siglo y la consolidación del Estado nacido de la Revolución, los ecos de la gran tradición decimonónica. Menospreciada por Nabokov, que no siempre acertaba en sus opiniones contundentes, El doctor Zhivago es sin duda una obra melodramática y ni su estilo ni su planteamiento están libres de dos defectos que suelen ir asociados, el patetismo y la grandilocuencia, pero es también una narración, aunque desmesurada, prodigiosa, atravesada por un lirismo arcaizante que celebra el repliegue en la intimidad frente al heroísmo desalmado. El aliento épico de Tolstói, al que Pasternak conoció de niño, se muestra más claramente en la tercera de las novelas convocadas, la también prohibida Vida y destino, obra de un autor comunista cuya decepción inspiró algunas de las páginas más lúcidas que se han escrito sobre la simetría criminal entre el nazismo y la tiranía estalinista. Ya en Por una causa justa, que recreaba el tiempo inmediatamente anterior a la batalla de Stalingrado, había mostrado Vasili Grossman —aunque la novela presentaba el engranaje ideal de la sociedad soviética y fue premiada por las autoridades— una falta de entusiasmo partidista que no pasó desapercibida, pero es en su continuación, que proseguiría en la inconclusa Todo fluye, donde el narrador, definitivamente emancipado, contempla el mal sin anteojeras ni justificaciones engañosas, rinde homenaje al pueblo diezmado desde todos los frentes y erige un impresionante monumento que recordará para siempre la larga noche del totalitarismo.