La soledad azul
La respiración cavernaria
Samanta Schweblin
Ilus. Duna Rolando
Páginas de Espuma
96 páginas | 17 euros
Aveces cuando un cuadro deja de estar rodeado de otros y se coloca, exento, sobre una pared blanca, adquiere otro sentido. El receptor lo mira con otros ojos, magnificando sus imperfecciones. O su grandeza. Eso es lo que sucede con el excelente cuento de Samanta Schweblin, La respiración cavernaria, que se reedita desgajado de la colección Siete casas vacías, con la que la escritora argentina logró el Premio Ribera del Duero 2015. El cuento se llena de matices por publicarse en solitario y también por las ilustraciones de Duna Rolando: la pincelada cárnica de Lucien Freud se enturbia con la calidez de una aplastante luz doméstica. Las palabras de Schweblin apuntan sin fofa piedad en la misma dirección. Perturbándose y perturbándonos. Sacándonos de unas casillas —casas, cajas— que nos protegen, pero también nos ahogan. Tapetitos de ganchillo. Yogures que caducan en la nevera. Programas de salud para gente que se va descomponiendo entre las cuatro paredes de su casa. Recomiendo la ilustración de la página 21: las manos de una vieja, sus arrugados colores, sus posturas contra la rebequita, el azul de las venas dilatadas…Por separado, ni el cuento ni las ilustraciones podrían adornar ni una biblioteca ni el tabique de un comedor. Tampoco creo que estas dos mujeres aspiren a “adornar”: su manejo del lenguaje revela fragmentos de la condición humana, que no queremos ver ni en su horror biológico ni en su horror social. Tal vez el dolor pueda paliarse gracias a representaciones como estas que nos colocan delante de la cara nuestros miedos: la claustrofobia de un espacio íntimo que se enajena cuando la suciedad se acumula convirtiendo lo reconocible en hostil —también la casa es el cuerpo—; la vejez como debilitamiento físico y psíquico; la soledad que se ensaña con nosotros en la etapa más vulnerable de la vida; las pérdidas antinaturales y la necesidad de morirnos en presencia de otro; el reproche a los que amamos, porque queremos hacerles pagar una lista de agravios que tal vez solo lo sean desde la perspectiva de un dolor que nos transforma en seres malignos; el egoísmo de los débiles; la muerte como mudanza ante la que preparamos cajas: el regalo de basuras que nos hace sentir buenos; el olvido y la repetición que no remite a la idea salvadora del eterno retorno, sino a la demencia, la duplicación luctuosa, la patológica desestructuración de la personalidad… Lola es una anciana que vive con su marido y prepara cajas porque no quiere que nada se pierda llegado el momento de morir. Su respiración cavernaria es anuncio de la muerte e hilo que la ata a una vida a la que se resiste. Permanecen los peores recuerdos y su mundo, embalado en la caja más grande y claustrofóbica, se desordena.
Schweblin nos abre los ojos ante esa vejez abandonada a la que quizá casi todos estemos condenados. Su bisturí o su aguja de bordar revelan unas habilidades literarias fuera de lo común: la capacidad para decir lo que se ve, se intuye, se teme; la medida del tempo del relato; la precisión de las imágenes; la férrea coherencia de lo incoherente que cristaliza en una forma diabólica de disponer la trama; los retazos de memoria que se instalan en el olvido, como agazapadas tumoraciones, que hacen daño; la sensualidad triste de una mujer que se aprieta la mano para comprobar lo que duele la herida… Ni Schweblin ni Rolando pintan o escriben para adornar y, sin embargo, las dos juntas descubren el corazón del diamante perfecto donde reside el hollín. La propiedad de cortar limpiamente. Esa belleza que siempre es turbia.