El corazón de lo real
Lejos de habitar en un universo propio, alejado de nuestro presente, pensadores como Lledó se refieren de manera clara, directa y contundente a aquello que todos vivimos
Escuché por primera vez el nombre de Emilio Lledó en el otoño de 1968, en boca del que fuera catedrático de Fundamentos de Filosofía en la Universidad de Barcelona, Francesc Gomà, que impartía la asignatura del mismo nombre en el primero de los dos cursos comunes de la carrera de Filosofía y Letras. Un día, a Gomà, profesor de mi grupo —en el otro, daba la materia Xavier Rubert de Ventós, que iniciaba su andadura como docente universitario y acababa de publicar su tesis doctoral sobre temas estéticos, prologada por José Luis Aranguren—, le dio por comentar que quienes nos decidiéramos por la especialidad de Filosofía tendríamos la fortuna de encontrarnos, a partir de tercero, con un joven catedrático de Historia de la Filosofía, recién llegado a nuestra universidad procedente de la de La Laguna, que tenía una manera de enseñar la disciplina absolutamente distinta, muy alejada de la habitual en aquellos tiempos. Tras el elogio, apenas se detuvo a explicar en qué consistía esa novedosa diferencia. La mencionó de pasada, muy rápido, casi con la boca pequeña. “Con él aprenderán ustedes a leer los textos de los clásicos”, fueron las palabras que dejó en mi memoria antes de pasar a otro asunto.Reconozco que no entendí muy bien lo que se nos estaba anunciando. No acabé de ver la razón por la que esa otra manera de hacer las cosas podía ser tan importante. Con el paso del tiempo comprendí mi tibia reacción ante el elogio de Gomà. Como la mayor parte de los estudiantes de la época, mis primeros tratos con la filosofía habían venido mediatizados por los consabidos manuales de la asignatura que por aquel entonces cumplían la función, no tanto de facilitar la relación con los clásicos, proporcionando mapas generales en los que poder ubicar la aportación de cada uno de ellos, sino más bien la de ofrecer síntesis presuntamente omnicomprensivas que se presentaban como confortables alternativas al contacto directo con los propios textos de los autores. No creo que resulte muy aventurado juzgar que tras ese recelo hacia la lectura directa de los materiales filosóficos latiera la desconfianza, tan católica, a considerar a los individuos como personas mayores de edad, capaces de leer —e interpretar— por su cuenta. En el fondo, en esa forma de atribuirle al profesor —y a su extensión natural en papel, el manual— el monopolio del trato con los escritos de los grandes filósofos, parecía resonar la forma de entender el monopolio interpretativo de los textos sagrados que se arrogaban los sacerdotes y la jerarquía eclesiástica.
Intentar confinar a Lledó en un solo ámbito constituía una restricción inútil. En sus clases y en sus intervenciones públicas abordaba muchas cuestiones: los griegos, la filosofía moderna, la naturaleza del lenguaje, la función de la Universidad…En realidad, a quien descubrimos al entrar en la especialidad fue a un personaje algo distinto al que nos había anunciado Gomà en su apresurada descripción. Es cierto que de inmediato saltaba a la vista del estudiante más despistado que Emilio Lledó era un filólogo de primera magnitud. Era evidente que poseía un conocimiento de los clásicos —y de las lenguas en las que estos habían escrito— absolutamente espectacular (había extraído un enorme provecho de sus estudios en Heidelberg con Gadamer), pero rara vez hacía ostentación de todo ese arsenal de sabiduría. No solo porque no casaba con su talante de hombre sencillo y discreto, sino por una razón de fondo, relacionada con la cosa misma. De hecho, aunque no nos diéramos del todo cuenta, lo que más destacaba ante nuestros ojos en relación con el comentario de Gomà no era tanto su cuidadosa atención a los textos como el amor que vertía sobre ellos. Con el tiempo creí entender, dando un paso más, que ese amor era, en realidad, amor a la palabra misma, al lenguaje en cuanto tal.Esto era lo que más nos sorprendía, pero en modo alguno agotaba la riqueza de lo que nos transmitía (era más bien su hermosísimo envoltorio). De inmediato pudimos comprobar que, en realidad, intentar confinar a Emilio Lledó en un ámbito, fuera en el de la filología, en el de la historia de la filosofía o en cualquier otro, constituía una restricción inútil. En sus diez años en Barcelona publicó Filosofía y lenguaje, Lenguaje e historia o La filosofía, hoy,1 pero en sus clases y en sus intervenciones públicas abordaba muchas más cuestiones: los griegos, la filosofía moderna, la necesidad de la perspectiva histórica, la naturaleza del lenguaje, la función de la Universidad…
De su sostenida preocupación por todas ellas iría dejando testimonio a través de sus libros, desde aquellos que podríamos incluir en el bloque de sus obras mayores (La memoria del logos,2 El epicureísmo,3 El silencio de la escritura,4
El surco del tiempo,5 Memoria de la ética…),6 hasta aquellos otros, juzgados por algunos académicos como menores y en los que encontramos un fino destilado de sus reflexiones más sentidas (pienso en Elogio de la infelicidad 7 o en Ser quien eres,8 significativamente subtitulado Ensayos para una educación democrática).
Pero que nadie se confunda ni llame a engaño. Esta apresurada reconstrucción nada tiene de nostalgia por unos presuntos buenos tiempos perdidos, henchidos de ideales y rebosantes de limpia voluntad de materializarlos (y no de turbio interés en acomodarse lo mejor posible en el interior de lo existente). Hay algo particularmente llamativo en la figura y en la obra de Emilio Lledó, y es que, en un determinado sentido, la una no ha dejado de crecer y la otra, de recibir una creciente aceptación. En efecto, sus libros se reeditan constantemente y su presencia en el espacio público es cada vez mayor. Los jóvenes descubren su palabra y sus ideas con un entusiasmo análogo al nuestro, hace más de cuarenta años. Es el entusiasmo que genera el asombro, inducido por la palabra de este hombre que una y otra vez nos invita, incansable, a no resignarnos, acríticamente, ante lo que hay. O, por utilizar una expresión muy suya, nos anima a disolver esos grumos de pensamiento inoculados por los poderes que controlan el imaginario colectivo de nuestra sociedad, y que nos impiden enfrentarnos a la realidad de manera auténticamente libre.
Los jóvenes descubren a Lledó con un entusiasmo análogo al nuestro, hace más de cuarenta años. Es el entusiasmo que genera el asombro, inducido por la palabra de un hombre que nos invita a no resignarnos, acríticamente, ante lo que hayLos habrá que consideren las categorías y los planteamientos de Emilio Lledó muy allegados a un discurso de matriz humanista que, para esos críticos, ya no es de actualidad. Pero plantear este tipo de reproches equivaldría, a mi juicio, a poner el foco de atención donde no corresponde, a distraernos con algo de todo punto accesorio. A fin de cuentas, los lectores ya han dictado sentencia, y no ha podido ser más clara: pensadores como Emilio Lledó nos resultan hoy completamente necesarios, y esto es así porque, lejos de habitar en un universo propio, alejado de nuestro presente, se refieren de manera clara, directa y contundente a aquello que todos vivimos, esto es, apuntan al corazón mismo de lo real.El problema es otro, y no tiene precisamente cariz académico. Digámoslo con estos términos: extraños —muy extraños— tiempos estos en los que reivindicar el valor de la educación, defender la importancia de la memoria, batallar para que no se pierda la riqueza de nuestras palabras, exaltar la necesidad de la amistad o reclamar la decencia, anhelos todos ellos de los que él nunca se ha apeado, se han podido convertir para algunos en el paradigma del anacronismo. Es eso lo que, de veras, nos debería preocupar.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados.
Texto publicado como “Emilio Lledó: la pertinencia de un filósofo”, en la revista El Ciervo, año LXIV, número 754, noviembre-diciembre 2015, págs. 26-27.