Antonio Muñoz Molina: “El caminar determina el modo en el que se ve el mundo”
Antonio Muñoz Molina ha sido galardonado con numerosos premios entre los que destacan el Príncipe de Asturias de las Letras, el Nacional de Narrativa y el Planeta, entre muchos otros, por su trayectoria y libros como El invierno en Lisboa, El jinete polaco, Sefarad, Todo lo que era sólido o El atrevimiento de mirar. Con el último, publicado por Seix Barral, nos convierte en caminantes de la ciudad y de nuestro tiempo.
—Un andar solitario entre la gente es un canto al flaneur pero al contrario que su mirada, más a la deriva, la suya está más predispuesta a cazar instantes.
—Efectivamente la mirada del flaneur es la del paseante pasivo, y en el libro lo que importa es la mirada adquisitiva de los objetos que el azar determina que vaya encontrando el narrador. Convertido en un arqueólogo de lo inmediato lleva a cabo un registro de lo cercano, en busca de la unidad secreta de lo disperso y de hacer una especie de retrato, entre visionario y apocalíptico, que es la forma del mundo que tiene a su alrededor y en el que tienen una presencia tremenda el terrorismo, el calentamiento global o el carnaval permanente de información que parece no distinguir diferencias ente la trivialidad, el horror y la belleza.
—Un retrato que usted compone igual que un collage utilizando la basura, y que representa la pintura del mundo moderno.
—La mirada moderna desde Picasso y los dadaístas hasta Basquiat y Patricia Gadea tiene que con ver con esa manera de dar cuenta del mundo entre bello y degradado que tienes delante y del que pegas fragmentos suyos sobre un lienzo, una hoja de papel, o ahora en la pantalla del ordenador, con la voluntad de dar cuenta lo más crudamente posible de la inmediatez y la materialidad del mundo. Eso que Breton llama la belleza convulsa, y que proviene de un ensayo de Baudelaire, uno de los más grandes textos que existen sobre estética, que es El pintor de la vida moderna.
—Baudelaire, Poe, De Quincey, en el libro usted habla con ellos y camina y camina, como si fuesen fantasmas en su misma dirección.
—Cuando fui encontrando el principio de estructura del libro me di cuenta de que era parecido a una caminata de relevos, en la que un caminante se iba convirtiendo en Poe, en Baudelaire, en Benjamin y en mí mismo caminante. Algo que estaba ya en mi primer libro, El Robinson urbano, cuyo protagonista era un fantasma destilado de todos esos fantasmas. Al escribir iba viendo una procesión en la que una figura se transformaba en otra. Por eso es importante dentro del libro esa figurilla a la que nadie presta atención pero que tiene mucha belleza y que es la del caminante de los semáforos.
—En el libro está la huella de Walter Benjamin y su defensa de la importancia de la contemplación como una forma de conocimiento. ¿Una reivindicación frente al vertiginoso mundo de hoy?
—Esa idea reivindicativa fue avanzando en el proceso de escritura, y tiene en el libro esa parte, no ostentosa ni muy evidente, de manifiesto. Esa idea de Benjamin me recordaba los versos de Eliot acerca de la gente de la ciudad, “distraído de la distracción por la distracción”, y que viene a ser ese estado de aturdimiento provocado por los acosos visuales y verbales, las prisas y las urgencias, y el estar pendientes del móvil. Todo esto causa una ceguera, a veces voluntaria, ante el mundo que es enfermiza y conduce a la ansiedad y a la depresión. Frente a la ceguera, al ruido de hoy y de nuestras obsesiones, es muy importante la búsqueda de refugio en la contemplación de las cosas, del arte, de la belleza de la persona amada, de un paisaje nocturno desde la habitación de un hotel, o de ese otro tipo de contemplación que es escuchar verdaderamente a alguien que te cuenta una historia.
—Una contemplación de lo fugaz muy presente en la fotografía, desde Cartier-Bresson, de la que usted es un apasionado. ¿Qué miradas tienen más presencia en su libro, la de éste, la del espía de Vivian Maier o la del vagabundeo de Tichý?
—Hay algo de todos pero me atrae mucho más la figura extrema de Tichý. Es el salvaje absoluto, el extremo máximo de la marginalidad y de crear arte con lo más ínfimo. Lo descubrí en una exposición en Nueva York y hace dos años en el Museo Romántico volví a sentir admiración por él y su fotografía porque es la pura miseria convertida en belleza. Lo ves y parece un náufrago total, con una cámara hecha con lo poco que se puede encontrar en una isla, e imprimiendo en cartones. Es la negación de cualquier tipo de maestría técnica oficial, y todo esto en una pequeña ciudad con un régimen comunista de máxima intolerancia y orden impuesto donde este sujeto se las arregló para ser libre. Joyce decía “en un orden social como éste mi único lugar es como mendigo”, y parece que Tichý llegó a ese extremo.
—¿Es la ciudad un libro de arena borgiano?
—Sí, algo así. La ciudad es la creación humana más parecida a un orden natural infinito. Me gusta mucho estudiar sus mapas y ver en ellos la manera de proliferar de las ciudades, igual que organismos. Parecen un fenómeno natural por el modo en el que se cruza la gente, por los flujos extraños que se forman y por la densidad de vidas, de conversaciones de paso y de cosas que suceden al mismo tiempo. Nunca he dejado de pasear por ellas asombrándome.
—Ese asombro recuerda a El Robinson urbano, en el que usted inicia su trayectoria de escritor y al que rinde homenaje con ese final del libro que sucede en la plaza Bib-Rambla.
—Hay gente que me pregunta por qué el libro no termina en el capítulo anterior con el regreso y el reencuentro con la persona amada, que da más sensación de un final verdadero. Y sin embargo hago esa especie de coda que es muy importante para mí porque supone contar el momento en el que uno tiene la intuición de lo que quiere escribir. Yo entonces, con 25 años, había leído un par de libros, estaba caminando y de pronto un sitio por el que pasaba todos los días lo vi por primera vez, como si no hubiese estado nunca. En ese momento nació la idea del Robinson y el escritor en el que me he convertido.
—Usted hace de la publicidad un cadáver exquisito al inicio de cada capítulo. ¿Es también el lenguaje de seducción de la modernidad?
«Frente a la ceguera, al ruido de hoy, es muy importante la búsqueda de refugio en la contemplación del arte, de un paisaje nocturno desde la habitación de un hotel, o de ese otro tipo de contemplación que es escuchar verdaderamente a alguien que te cuenta una historia”—La publicidad viene del origen industrial de la ciudad y de la tecnología de la comunicación y el movimiento que dan lugar a un espacio público que ella reclama, además de aprovechar la luz eléctrica como un componente estético que permitía iluminar los escaparates y prolongar el comercio hasta el fondo de la noche. Es un lenguaje efímero que sin embargo contiene una identidad de su tiempo y sus promesas. Hace un rato estaba recortando un anuncio de coches que decía “Lo que me mueve es el estilo”. Eso mismo le pasaba a Flaubert. Esa carga de sentido, y su manera de relacionar cosas me gusta mucho. La publicidad son creaciones literarias completamente mercenarias con la extraña homogeneidad de la tentación y la seducción que apelan a impulsos centrales de nosotros mismos que son, entre otros, aquellos de los que se alimenta la poesía.—Usted dice que movernos refleja nuestra personalidad ¿Somos lo que caminamos?
—Por supuesto. Con la deambulogía que invento en el libro quería hacer una biografía de una persona que consistiera en el trazo de todas sus caminatas y en un almacén donde estuviese toda la basura inorgánica que ha producido a lo largo de su vida. Sería un museo extraordinario.
—¿Uno escribe como anda?
—Hay una correlación porque muchas veces las ideas se te ocurren cuando vas caminando. Yo para ponerme en marcha y escribir no puedo levantarme, desayunar y sentarme. Necesito moverme, caminar. La poesía tradicional tiene metro y rima porque se puede hacer caminando, Baudelaire nunca se sentó para hacer sus poemas. El caminar determina mucho el modo en el que se ve el mundo. Para mí la escritura es una música, yo aspiro a escribir con calidad musical, que lo escrito tenga un fluir que es también el de los pasos, porque la literatura es un arte del tiempo.
—¿Escribir a mano es hablar con uno mismo?
—Creo que sí, porque es un ejercicio físico que implica la conexión entre el cerebro y la mano, y te hace más consciente de ese fluir del que hablábamos antes. Te da la libertad de hacerlo en cualquier sitio y te evita la sensación engañosa, que a veces ofrece el ordenador, de que la escritura está en orden. Antes las máquinas antiguas con las páginas de márgenes irregulares y alguna tecla mal marcada te daban la imagen de borrador, de que aquello no estaba hecho. Recuerdo la Canon electrónica en la que escribí El invierno en Lisboa y sus páginas con dignidad tipográfica que te causaban una confianza excesiva. Hacer cosas con las manos favorece la concentración y el ensimismamiento fértil e inútil que es liberador porque te saca mucho del aturdimiento del mundo.
—¿Esa escritura manual hace que la literatura sea un terreno en construcción?
—La literatura no es más que eso. Es conjetural, puro tanteo. Mientras escribí, sin saber qué iba a ser el libro, esto me permitía prolongar la sensación de improvisación y de provisionalidad. Esa incertidumbre te da frescura y una inmediatez interesante, estás concentrado en el fragmento que estás construyendo en ese momento y todo lo demás está en el aire. Yo quería que al terminar el libro siguiese causando esa sensación de estar en construcción, de algo inacabado.
—Otro tema que trata es la importancia del arte en la educación de la mirada sobre todo lo que sucede dentro del cuadro.
—David Hockney dice que en una fotografía todas las partes de la foto están tomadas al mismo tiempo. Un cuadro, en cambio, está hecho a lo largo del tiempo, y eso le confiere una riqueza temporal porque todos esos momentos distintos están dentro del cuadro. El arte tiene mucha más relación con el conocimiento. Me gusta cuando Jean Dubuffet dice que todo el mundo necesita el arte como se necesita el pan, sin pan uno se muere de hambre y sin arte uno se muere de hastío. La dimensión estética de la vida es un valor fundamental que puede disfrutarse mirando un cuadro, paseando por la calle o descubriendo el arte accidental, igual que ese momento en el que veo una mano impresa en una acera de Nueva York y me parece una mano primitiva. Ese arte que sucede por casualidad es el que quiere siempre atrapar la fotografía.
—La ciudad moderna atrapada por la pintura de Grosz y de Torres García. ¿Cuál de los dos está En un andar solitario entre la gente?
—Definitivamente Torres García. Un pintor que tiene que ver mucho con todo lo que hay en el libro. Él empezó siendo simbolista y en la Barcelona de 1917 pinta el movimiento de la ciudad, los coches, los carteles publicitarios, los relojes públicos, casi al mismo tiempo que el primer cuadro urbano de Grosz que es de 1915. Pero además Torres García inmediatamente recurre a la manualidad y al collage. Tiene una visión muy artesanal del arte y hace escultura y juguetes para sus hijos con maderas que recoge de la calle. Lamentablemente tenía que contener los materiales expansivos del libro y quité un capítulo sobre él. Pero Torres García es un eje fundamental de mi estética.
—En el inicio del libro usted es un escritor en alerta y al final, en la parte de Nueva York, trasmite la sensación de querer desaparecer.
—Cuando llevas mucho tiempo caminando llega un momento en el que te borras, te conviertes en la caminata y, de algún modo, no piensas. El célebre yo se queda en suspenso. Les sucede a todos los caminantes, y por eso le ocurre a ese personaje que he conocido al principio en el café Comercial, una especie de judío errante, y que entra en una boca del metro en el Bronx y ya no se sabe qué va a ser de él. El contemplador termina desapareciendo siempre.