Sergio Ramírez: “Una novela es una conspiración permanente contra las verdades absolutas”
—Usted es el primer escritor centroamericano en recibir el Premio Cervantes. ¿Qué representa para usted este galardón?
—Un premio de esta naturaleza sobre todo le da relevancia a una literatura que es importante en las letras hispanoamericanas, pero que se conoce poco. Pienso que Centroamérica tiene una identidad cultural y regional que quizá en otras áreas de países de América Latina no está tan definida. Aquí hay una historia común cultural y desde la independencia también de búsqueda de identidad. Y en lo literario tiene figuras muy relevantes como Ernesto Cardenal, Miguel Ángel Asturias o Salvador Salarrué… De manera que este premio mío le da visibilidad a toda ella en su conjunto.
—Usted además es un activo impulsor cultural en la región.
—Es una tarea que me he impuesto desde antes de ganar el premio. A través del Festival Centroamérica Cuenta y a través de la revista Carátula, por ejemplo. Yo tengo mucha fe en la obra de los escritores más jóvenes, especialmente en los nacidos después de 1980 y que están haciendo la literatura del siglo XXI. Me parece que tratar de sacarlos adelante y que sean publicados por editoriales internacionales y de gran difusión es una labor importante para que nuestra literatura sea mejor conocida.
—¿Estamos en un momento parecido al reflejado por José Donoso en su Historia personal del ‘boom’ hace casi cuarenta años?
—Creo que la situación ha cambiado poco desde entonces. Sin embargo, hay posibilidades. Quizá un instrumento al que no le damos la importancia debida es el libro electrónico. Pero es una costumbre cultural que todavía va a tomar tiempo en establecerse.
—¿Es la experiencia que han tenido con la revista Carátula?
“Al escritor le toca exponer, no dictar soluciones. La novela es un campo abierto de libertad y no puede ser sino crítica frente al poder abusivo, o anormal. Una novela que promueva causas, o las defienda, nace muerta porque no interesa a nadie”—Sí, es una revista que sacamos desde hace unos diez años en los que hemos publicado cerca de treinta y cinco números. No me imagino metiendo ahora mismo en una bolsa una revista impresa, que cuesta una fortuna imprimirla y otra enviarla, frente a la ventaja que resulta de colgarla en internet. Carátula tiene ahora mismo treinta mil lectores en línea. Sale cada dos meses. Hoy en día no existe una sola revista impresa que saque al mercado treinta mil ejemplares, ni en México ni en ningún otro lugar.—La gestión cultural demanda mucho tiempo. Y además durante años se dedicó al quehacer político. ¿No ha perturbado todo eso su trabajo estrictamente literario?
—El problema para un escritor que se compromete con otras tareas es preservar el tiempo necesario para escribir. Las distracciones son fatales en la literatura. Si uno se entrega con más pasión a algo distinto que la escritura entonces es esta la que sale muy perjudicada.
—En ese sentido su labor política debió de suponer una gran distracción.
—Cuando a mí me tocó estar activo en la política de mi país, y de eso hace ya muchos años, me enfrenté al hecho de que estaba dejando de ser escritor. Acababa de regresar de Alemania, donde solo me dediqué a escribir. Estuve cerca de diez años así, desde que empezó la insurrección contra Somoza. De manera que busqué las únicas horas que tenía, las de la madrugada, para que no muriera en mí el escritor que yo era.
—Usted no era un político, digamos, de carrera.
—Yo no era político, yo estaba prestado a la revolución más que a la política. Son las circunstancias las que se imponen en la vida en determinados momentos. Cuando salí de todo ello lo hice con cierta nostalgia de la revolución, no de la política. Nunca fui un adicto ni he sufrido un síndrome de abstinencia. Yo volví a la escritura con felicidad y sin sentir que estaba inventándome un mundo nuevo por haber perdido otro.
—¿Qué le ha dejado esta participación en la vida pública de su país?
—En primer lugar, participar de una revolución es una actividad singular en la vida de cualquier persona, sobre todo cuando uno es escritor y entra en ello no como observador sino como sujeto activo. Ser protagonista en un suceso de cambio es una gran experiencia. Por otro lado, como escritor uno aprende algo fundamental: saber lo que es el poder.
—Precisamente, en Hispanoamérica la literatura suele estar vinculada al fenómeno del poder, como en la suya misma.
—Así es. Si cogemos diez o veinte novelas fundamentales de América Latina nunca vamos a encontrar que el poder esté excluido del escenario. De alguna manera, el poder modifica la vida de los protagonistas, en la vida real y en la vida ficticia. Además, ese poder en América Latina es anormal, siempre está lleno de sorpresas, de imprevistos. Por eso, verlo desde la perspectiva interna le da al escritor instrumentos para hablar de él con mayor propiedad.
—¿Piensa que actualmente existe en la literatura hispanoamericana el mismo grado de implicación que hace unas décadas?
“Cuando salí de la vida pública lo hice con cierta nostalgia de la revolución, pero nunca he sufrido un síndrome de abstinencia de la política. Volví a la escritura con felicidad y sin sentir que estaba inventándome un mundo nuevo por haber perdido otro”—Yo diría que a los escritores de hoy no les preocupa ser actores políticos. Creo que es la generación del siglo XX la que sentía la inquietud de entender al escritor que también es ciudadano. Basta leer Doña Bárbara para darse cuenta. Allí el personaje reformador, Santos Luzardo, es un trasunto del propio Gallegos, que fue presidente de su país. Mientras que el primero quiere dominar la naturaleza, el segundo quiere dominar al país cerril. También existe el escritor que sin participar directamente en política, habla de política y expresa las preocupaciones que hay en la sociedad, como José Saramago, Carlos Fuentes o Vargas Llosa. Los escritores de las nuevas generaciones no tienen esa preocupación, o no la tienen tan marcada.—¿Cuál cree usted que es la labor del escritor frente al ejercicio del poder?
—Al escritor le toca exponer, no dictar soluciones. La novela es un campo abierto de libertad y no puede ser sino crítica frente al poder abusivo, o anormal. Una novela que promueva causas, o las defienda, nace muerta porque no interesa a nadie. Las contradicciones son su espíritu fundamental, no el discurso oficial que no admite contradicción. Una novela es una conspiración permanente contra las verdades absolutas.
—¿Qué significó para usted escribir Adiós muchachos como reflexión personal y también como una crítica al sueño de una sociedad mejor a través de la revolución?
—Adiós muchachos es una confesión íntima en la que quise contar mi experiencia personal, y yo diría sentimental en la revolución. Por eso es un libro teñido de nostalgia, pero nunca de resentimiento. Una autobiografía, una crónica, un testimonio, que quise se pudiera leer como una novela, y por eso está escrito con esa técnica. Lo que la revolución pretendió no fue posible y hoy es solo una sombra. Pero para mí fue una vivencia profunda.
—¿Cuáles fueron sus lecturas de formación?
—Yo tenía dieciséis años cuando empecé a escribir. En ese primer momento quería ser cuentista. Me entrené para ello. Leía novelas, sí, pero no tanto como libros de cuentos. Mi ambición era aprender este género que yo consideraba un arte muy particular, con sus propias reglas, y me dediqué a aprenderlo. Había un escritor, Juan Agurto, que era empleado de un banco y escritor de cuentos. Yo vivía en León y viajaba a Managua los fines de semana donde él, que tenía una pequeña biblioteca que cabía en una vitrina, me dio a leer a los escritores que me ayudaron a romper el círculo vernáculo en el que estábamos atrapados. Hay que tomar en cuenta que en 1957, cuando yo empiezo a escribir, lo dominante en América Latina son los cuentos de Borges u Onetti, que no están inscritos en el molde vernáculo, y eso fue lo que terminó formándome y cambiándome como escritor. Empecé a leer a Chéjov, a Quiroga, a Ambrose Bierce, a Faulkner…
—¿Pensó en ese temprano momento de su vida dedicarse alguna vez a la literatura en exclusiva?
—Bueno, en ese tiempo dedicarse solo a la literatura era una idea bastante extravagante. Yo llegué a la Escuela de Derecho porque mi padre quería hacer de mí un profesional liberal, que creo que es la historia de muchos escritores en América Latina. La escritura era muy difícil de ver como algo profesional. Era más bien una afición, pero de algo tenías que ganarte la vida. Eso solo vino después, con el boom. Hasta ese momento no se había planteado la figura del escritor profesional que vendía tiras grandes de sus libros, daba conferencias, escribía para los periódicos. Esa idea era muy ajena a mi mundo, pues yo venía de un pueblo pequeño y de una familia pobre. Y por lo tanto sentía cierta responsabilidad con mi padre. Luego tuve la oportunidad de irme a Costa Rica a trabajar como jefe de relaciones públicas de un organismo universitario de integración regional, lo que me dio más oportunidades de seguir escribiendo mis cuentos.
—¿Y cómo fue el salto a la novela?
—Bueno, esa es una historia aparte. Yo publiqué mi primer libro a los veinte años. Era un pequeño volumen que recogía ocho o diez cuentos. Y entonces se lo llevé a mi padre, antes incluso de llevarle el título de abogado. Él, que no era una persona letrada —tenía una tienda de abarrotes en el pueblo— me dijo: “Ahora tenés que escribir una novela”. Y esto es muy singular, porque él fue quien me interesó en el mundo de la novela. Y empecé entonces con otro tipo de lecturas. Para mí, en ese sentido, fue determinante leer Pedro Páramo. Después me encontré con La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz y más tarde con Rayuela, que fue el libro símbolo de mi generación.