Los nombres de los barcos
Galardonada con el XXXVII Premio Felipe Trigo, la primera novela de Juan Carlos Vázquez tiene el mar como escenario de la vida y también de la literatura
La Fundación José Manuel Lara incorporó el año pasado a su línea editorial la publicación de la obra ganadora del Premio de Novela Felipe Trigo, que convoca anualmente el Ayuntamiento de Villanueva de la Serena (Badajoz), un galardón consolidado en el panorama de las letras españolas y con fama de ser un excelente trampolín para autores noveles. El sucesor de Roberto Osa, ganador de la edición anterior con Morderás el polvo, ha sido Juan Carlos Vázquez con Los nombres de los barcos, una original combinación del género policiaco con la atmósfera de los diarios de navegantes y de las narraciones de Stevenson, London y Conrad.La novela cuenta la peripecia de dos cuadros, robados del Museo Thyssen de Madrid, que unen sus destinos con los de tres barcos: el Argon, viejo mercante que naufraga en medio de una terrible tempestad; el Bernard, un esbelto velero bautizado en honor del legendario navegante Moitessier, y el Sniper, el suntuoso yate de un oscuro magnate ruso que guarda entre otros secretos el de una afición inconfesable. Al hilo de una trama policiaca, las tres historias que confluyen en Los nombres de los barcos alternan derivas, escalas y temporales en un apasionante relato que recorre buena parte del Mediterráneo y rinde homenaje a las grandes novelas de aventuras.
—En la novela es visible su afición por el mar y la navegación.
—Como a muchos otros, la mar me embrujó desde niño. Ya en mi juventud, tuve el mal de Don Quijote, solo que en lugar de las novelas de caballerías mi obsesión eran las lecturas sobre el mar. Lo leía todo: novela histórica marítima, diarios de navegantes, ensayos, cuentos y especialmente novelas de aventuras, desde Stevenson, Jack London o el gran Conrad hasta otros más contemporáneos como Patrick O’Brian, Justin Scott, Alejandro Paternain, Nicholas Monsarrat… Con el tiempo conseguí también mi Rocinante, un veterano velerito llamado Raitán, y comencé a navegar. Todo eso ha marcado cada página y cada línea de Los nombres de los barcos; quería que fuera una novela sobre el mar, que oliera a yodo, a brea, a puerto y a sentina de barco.
—¿Sigue el género negro? ¿Cuáles son sus modelos o autores preferidos?
—No lo sigo especialmente, aunque tampoco reniego de él; como en el resto de la literatura, hay grandes obras y otras mediocres, y la eclosión actual hace más difícil filtrar el grano de la paja. He leído bastante a Fred Vargas, a Camilleri o a Petros Márkaris, sigo con asiduidad a Lorenzo Silva, disfruté mucho con las dos obras del gallego Domingo Villar y de vez en cuando leo alguna obra que me llama la atención, como fue el caso este año de La novia gitana de Carmen Mola, pero no lo hago por el hecho de que sean novelas negras.
—¿Qué relación tiene con la novela de aventuras?
—Las novelas de aventuras son el territorio de mi juventud y todo el mundo quiere volver al territorio de su juventud de vez en cuando. Al menos para mí es una necesidad vital, que con los años aparece cada vez más a menudo. Además echo en falta en las mesas de novedades novelas de aventuras más allá de la literatura juvenil; yo creo que por eso escribí Los nombres de los barcos.
—¿Está inmerso ya en otra novela?
—Dicen que trae mala suerte hablar de los proyectos que no están acabados, pero no soy supersticioso… Ahora trabajo en una novela ambientada en las cuencas mineras del carbón. Este país, como el resto del mundo occidental, se puso a funcionar gracias al carbón que durante doscientos años han arrancado generaciones de hombres que se entierran vivos literalmente a cuatrocientos metros de profundidad. Hombres que vivían y viven en amplias comarcas de Asturias, León, Palencia o Teruel, y que ahora que han dejado de ser útiles —o eso creen algunos— están siendo abandonados, ellos y su tierra. Y por si fuera poco, casi se les criminaliza por todos los males medioambientales del planeta. Será un homenaje nacido de la gratitud, pero también una novela de aventuras.
La inteligencia artificial al servicio del arte
Su aplicación puede referirse a la invención, pero más interesante es su uso como herramienta para la reflexión en torno al proceso creativo
La evolución lograda por la inteligencia artificial (IA) y el impacto que está generando en la sociedad se ve reflejado en prácticamente todos los aspectos de nuestra vida, incluso en lo más íntimo. Algunas de las aplicaciones que más resuenan en este prometedor campo son los vehículos sin conductor, la ayuda a los diagnósticos médicos o el reconocimiento facial. Existe, sin embargo, una silenciosa revolución con el desarrollo de técnicas que permiten simular una de nuestras facultades más complejas: la creatividad.Si en origen el problema de la IA fue el de construir una máquina que simulara el comportamiento humano, la creatividad computacional se concreta en aquellos comportamientos considerados como creativos. Su aplicación puede referirse a la invención, ya sea de música, obras plásticas o poesía, pero más interesante es su uso como herramienta para la reflexión en torno al proceso creativo.
El 15 de septiembre de 2012 fue publicado el primer CD de Iamus, un ordenador compositor capaz de crear música clásica contemporánea. Su identificación con el ser humano mediante la contracción de “I am us” (que se puede aceptar como yo soy tú), si bien puede parecer osada, no deja de ser significativa en cuanto a su consideración como una misma realidad creadora. Iamus no es el primer generador de música que emplea enfoques propios de la IA, pues las investigaciones de Hiller e Isaacson (1957) constituyen el trabajo pionero más conocido de música compuesta de modo computacional. Su principal producto es la Suite Illiac, considerada la primera obra compuesta por un ordenador. Las artes plásticas también están inmersas en esta evolución creativa con proyectos como The Painting Fool, un software aspirante a pintor. La simulación de objetos visuales y escenas que no existen en la realidad indica el grado de sofisticación que se está logrando en el arte generado mediante técnicas de IA.
Más allá del rechazo que quizás podamos sentir hacia la creación de arte por parte de agentes no biológicos, no puede negarse el potencial que están demostrando, no tanto como sustitutos de la labor creativa, sino como una guía hacia el autoconocimiento en materia artística. Gracias al desarrollo de algunos de sus productos se plantean nuevos enfoques de investigación y se retoman discursos que parecían ya superados. La importancia del proceso de producción en la valoración del arte, y no solo el resultado, es uno de los principios que han resurgido con más fuerza, así como la consideración del arte como un acto consciente.
Junto a la reflexión de los procesos creativos y a la percepción de lo que llamamos arte, la creatividad computacional podría convertirse en un amplificador de la creatividad humana, una extensión de nuestras facultades que colaboraría en la creación y ejecución de obras artísticas. Como muestra, el algoritmo desarrollado en el proyecto OMax, que aprende en tiempo real las características propias del estilo de un intérprete y toca junto a él de forma interactiva.
Ante las potencialidades de la creatividad computacional se hace necesario una formación abierta a nuevas formas de expresión creativa. Pronto nos enfrentaremos a obras creadas por técnicas de IA. Debemos superar el algoritmo para obtener nuevas formas de emocionarnos e interactuar con la materia. Al fin y al cabo la creación nunca podrá ser una labor exclusiva de las máquinas, pues la expresión en forma de arte es una necesidad y un bien esencial del ser humano.