Un sorbo de ironía
Aproximaciones
(Sobre libros y autores)
José-Miguel Ullán
Ed. Manuel Ferro
Libros de la Resistencia
360 páginas | 19 euros
Tener la posibilidad de leer parte de la obra en prosa —periodística, crítica, miscelánea, rapsódica, llámenla como quieran— de José-Miguel Ullán es darse cuenta de cuánto perdimos cuando se nos fue hará diez años ya en marzo de 2019, de cuál es el estado actual de la crítica literaria española o de nosotros mismos, lectores teóricamente conspicuos, a través de lo inteligente y lo brillante que fue el autor de Amor peninsular. Porque en Aproximaciones está, reunidas las muestras por su fiel Manuel Ferro, el Ullán completo, el finísimo catador, el extraordinario lector de poesía, el ciudadano al que no se le va ni una de las trampas de nuestra cultura, el vividor que sabe que sin literatura no hay vida pero que no se olvida de lo contrario. Faltaría el Ullán poeta si no estuviera en otra forma de escritura como es la de sus prólogos, memorables y ya recuperados aquí los que escribió para la poesía de José Ángel Valente o César Moro —Tortuga busca tigre es una pieza maestra— o los cuentos de Augusto Monterroso o la de ese par de poemas como de ocasión y que como tales se recogen y que tienen que ver con otras cosas, con un homenaje y una música.
En sus artículos, publicados casi todos en el diario El País cuando sus colaboraciones sorprendían a propios y extraños —a los que decían que no se entendían, a quienes las entendían y a los que simplemente se divertían con un lenguaje imposible para el común del periodismo de su momento y de este—, hablaba de sus favoritos, de Valente a Octavio Paz, y ponía en su sitio —desde el suyo, que conocía muy bien— a los que parecía que lo tenían asegurado unidos para siempre a su “legión de epígonos de segunda y de tercera mano”, esos que le hicieron exclamar una vez ante el que esto firma una frase tan inolvidable como él: “Desengáñate: hemos perdido”. Como perdió para ganar otra figura que inevitablemente aparece en estas páginas, la del gran poeta Aníbal Núñez, ninguneado primero por el cotarro reinante y a quien la vida le fue perdonada después de muerto pero en el que Ullán siempre creyó con fe justificada por las obras. Algunos de los tocados, de ala o de pleno, dan un poco de pena en semejante tesitura —alguno del 27— mientras otros —la parte de la generación del 50 que no le gustaba— dan mucho más mientras el que lee, y con mayor razón si pertenece al gremio, bien puede plantearse si no pensó siempre lo mismo pero fue más prudente que un autor sin escrúpulos, justificadas sus opiniones con sus citas correspondientes y, como debe ser en poesía, fuera de contexto. Y es que una de las mejores cosas de este libro es comprobar que no había prudencia en los artículos de Ullán sino alegría, choteo —desde el barroco pleno a la pura sociología de la cultura que aparece, por ejemplo, en el retrato de un patético encuentro de escritores españoles y portugueses—, como le gustaría decir a él, cultura y diversión a raudales. Por eso decía que “cuando se te prohíbe escribir con un sorbo de ironía, aborreces de la escritura o acabas escribiendo de manera odiosa”.
Leer estas prosas supone sumirse en la nostalgia, echar de menos lo que no ha de volver entre otras cosas porque el soporte periodístico no lo aguantaría —esa conversación con Roland Barthes, por ejemplo—. Y ese es otro argumento de la melancolía que produce este libro admirable y que sigue al gozo inmenso de leerlo, a la diversión garantizada para el que, en efecto, nada tuvo que perder entonces y hoy ya perdiera lo poco que tuvo. Hoy escribir aquello que este inolvidable José-Miguel Ullán escribiera entonces —“leer cansa, sí, ya me lo dice el Fary”— sería de una impertinencia absoluta, impertinente por inadecuado, por inoportuno para los mismos medios que antes tuvieron el probablemente incomprendido privilegio de acoger en sus páginas a quien era, al mismo tiempo, admirado y temido. Lejos de lo leve, sin él todo es mucho más aburrido.