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Sueños de bibliofilia

Luis Alberto de Cuenca  |  Firma invitada · Mercurio 207 - Enero 2019
  • In Firma invitada · Mercurio 207
  • — 23 Dic, 2018
© Astromujoff

© ASTROMUJOFF

Mi vida ha sido desde los doce años una continua búsqueda de libros, antiguos y modernos (y digo desde los doce años, porque hasta esa edad lo que perseguía eran tebeos). Desde que tengo uso de razón, he sabido que uno de los placeres más intensos que puede experimentar un ser humano es encontrar el libro —o el tebeo— que anda buscando. Mis sueños están llenos de estanterías de librerías por las que mis manos y mis ojos vagan infructuosamente hasta dar con el libro deseado; cuando hallo el lomo apetecido y lo retiro del estante y voy a hojearlo, entonces me despierto, y aquella librería de viejo se convierte en mi alcoba, y el libro soñado se transforma en nada (estoy esperando a que David Lynch transcriba esos sueños en uno de sus maravillosos thrillers oníricos, mezclándolos con algún crimen de los suyos, para darle más morbo y atractivo al asunto). Otras veces sí llego a descubrir de qué libro se trata antes de despertarme; casi siempre es un título muy raro: una edición desconocida de Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, una novela perdida de Robert Louis
Stevenson, una versión muy aumentada de la Historia universal de la infamia de Borges o un cuaderno inédito de El Guerrero del Antifaz que no llegó a distribuirse y del que se conserva tan solo ese ejemplar. Procuro elegir bien las piezas bibliográficas con las que me topo en mis sueños bibliomaníacos.

La caza de libros no exige madrugar, ni ‘loden’, ni escopeta al hombro. Solo afición y vicio. Puedo recordar todas y cada una de las librerías que, periódicamente, recorrí en mi primera juventud con el ímpetu propio de los añosA los diecisiete años, me puse de largo como cazador de libros. Es un tipo de caza que no exige madrugar, ni loden, ni escopeta al hombro. Solo afición y vicio. Puedo recordar todas y cada una de las librerías que, periódicamente, recorrí en mi primera juventud con el ímpetu propio de los años. En todas ellas me aguardaba una grata sorpresa en forma de libro, por no hablar de lo mucho que aprendí con los que vendían esos libros y con los demás cazadores que me disputaban las presas. La caza del libro, como la del zorro, es una experiencia colectiva; no es solo revisar los volúmenes que se dan cita en las estanterías y escoger el que más te gusta; es también disfrutar de la charla infinita del librero, que tanto puede ilustrar nuestra búsqueda, y departir con el aficionado que entra en la librería preguntando por ese libro que hemos visto la víspera en otro sitio, y comprobar cómo las horas no son siempre emisarias de la muerte, sino también, mensajeras del paraíso. En el curso de mi actividad cinegético-bibliofílica conocí, por ejemplo, a don Julio Caro Baroja, quien, a raíz de nuestros encuentros en diferentes librerías madrileñas, me invitó a su casa a visitarlo —cosa que hice habitualmente durante años—. En la librería de Luis Bardón coincidí infinidad de veces con don Enrique Tierno Galván, que me orientaba con gran generosidad a propósito de mis compras, llegando a decirme que no comprara tal o cual libro por su excesivo precio. Las librerías de viejo son una extraordinaria disculpa para hacer amistades duraderas.

He pasado en las librerías de toda España ratos muy agradables. Casi siempre iba acompañado. Uno de mis maestros en la Universidad Autónoma, el hoy difunto Juan Manuel Rozas, me inició en los secretos de la bibliofilia. Me recuerdo con él visitando librerías, en las que él era muy conocido y donde lo atendían divinamente. Por aquel entonces —serían los primeros años setenta— me ofreció un buen amigo, Fernando González de Canales, un montón de primeras ediciones de don Ramón del Valle-Inclán, con dedicatorias de puño y letra del autor de las Sonatas ni más ni menos que a Benavente. Di parte del ofrecimiento a Juan Manuel Bonet, pues el precio era excesivo para mis posibilidades, y entre los dos compramos el lote, origen de mi colección valleinclanesca. Rozas fue un formidable Virgilio en la oscura floresta de mi naciente bibliofilia. Le envío desde aquí mi mejor recuerdo, y una mala noticia: todavía no tengo la edición príncipe del Tenorio, ni —lo que es bastante más grave— tampoco la tiene la Biblioteca Nacional. No hay manera de dar con ella.

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