Elogio de la amistad
En su único libro de prosa autobiográfica, Ida Vitale evoca la huida de Uruguay tras la instauración de la dictadura y la década que pasó con su marido en el exilio mexicano
Shakespeare Palace es el nombre con el que Ida Vitale y su marido, el poeta y profesor Enrique Fierro, bautizaron la vivienda en la que pasaron buena parte de su exilio mexicano. De esto trata esta obra, de la década (entre 1974 y 1984) en la que el matrimonio vive en este país tras escapar del convulso Uruguay del golpe de Estado de 1973 (un régimen dictatorial de persecución de libertades y opositores políticos que se prolongaría por doce años hasta 1985). Cierto que el sueño y el anhelo de México —el anhelo de esa otra vida (cultural, humanista)— ya lo había tenido Vitale, como cuenta en estas páginas, desde muy joven, desde sus tiempos de estudiante de Derecho. Pero fueron las circunstancias las que la obligaron a emprender el viaje, gracias a ayudas diplomáticas, en la madurez. Este es su único libro de prosa autobiográfica. Ella se resiste a llamarlo memorias porque dice no pretender “ejemplaridad”, pero el lector tiene la sensación de recorrer precisamente un texto lineal, autobiográfico, que desgrana al detalle esos años y que va mucho más allá de ser solo “Mosaicos de mi vida en México” (subtítulo de la obra). Ella misma admite seguir una “cronológica línea de puntos”.Las circunstancias de la huida del país natal, el haber puesto a salvo a sus hijos en Venezuela… son cuestiones de las que se ocupa en los primeros compases. México se revela pronto como un país diferente, pero no extraño: la hospitalidad y la generosidad de los amigos facilita el proceso, también las señales gratas que le salen al paso: como ese reencuentro, recién llegada, con las obras del escultor y pintor uruguayo Gonzalo Fonseca. El libro tiene mucho de retrato-homenaje a artistas queridos, a veces por extenso y a veces simples pinceladas o menciones breves: Onetti, Felisberto Hernández, Tomás Segovia, José Emilio Pacheco, García Márquez, Monterroso, Fabio Morábito, Bergamín, Octavio Paz, Sergio Pitol, Benedetti… Deja clara su admiración y fascinación por el gran Juan José Arreola, al que describe como “mago intermitente”, señalando que “todo en Arreola era misterioso acierto”. Vitale elige una manera clásica de contar, y la transparencia con la que se nos muestra no oculta a veces una cierta distancia o altivez al desgranar los acontecimientos. Tampoco nos hurta sus atrevimientos de esos años, no solo la peligrosidad de su afición por el autostop en una convulsa Ciudad de México —detalle que alarmaba a sus colegas de instituto—, sino otras osadías que saca a la luz: como su incomprensible intento de traducir a Paul Celan sin saber alemán, ayudándose de un filólogo germano que tiró la toalla en los inicios de la difícil tentativa.
Muchas páginas están dedicadas a relatarnos su lucha por la subsistencia cotidiana, los cambios de domicilio, los enfados por la inoperancia de los obreros o pintores, sus desdichas de conductora de un Volkswagen clásico, los alquileres excesivos, las clases que impartía en el Colegio de México, sus amistades, sus contribuciones culturales, la progresiva adaptación al nuevo país, los riesgos, la generosidad de quienes le prestaron ayuda (y hasta auxilio), su contacto con otros exiliados, la prudencia para manejarse en un hábitat tan diferente, variopinto y, a veces, incomprensible. Pero, si algo subyace en este libro es un largo elogio de la amistad, de personas como José de la Colina, el matrimonio Mutis… La gran memoria de Ida Vitale termina ofreciéndonos el retrato de todo un rico micromundo cultural.