Gaviera Vitale
La poesía de Ida Vitale nos conmueve por deslumbramiento, nos rinde por fascinación ante su capacidad de dar vida con su espíritu a un mundo que sin ella no existiría
La poesía de Ida Vitale es la de alguien que atiende el horizonte sin desmayo, expectante, que vigila y escucha y traduce y nos informa de su tensión y su belleza. Esa es la función del gaviero. Ida la Gaviera ha sido una gran amiga cómplice del padre de Maqroll el Gaviero. El femenino de gaviero no existía en español, pero bien podemos darlo ya por instalado porque, como quería la malograda editora Ana Santos Payán, la actitud de algunas poetas —como Ida Vitale, como Sophia de Mello, como Alejandra Pizarnik— la requiere y exige.Desde su primer libro, La luz de esta memoria, publicado en 1949, hasta Mínimas de aguanieve de 2016, la travesía de Vitale —poeta, traductora excelsa (de Pirandello, de Beauvoir, de Supervielle…), crítica, profesora— nos conmueve por deslumbramiento, nos rinde por fascinación ante su capacidad de dar vida con su espíritu a un mundo que sin ella no existiría: justo lo que la uruguaya dice admirar precisamente en Álvaro Mutis. En palabras de José Manuel Caballero Bonald, la poesía de Ida Vitale “pertenece a esa vertiente estética que entiende la creación poética como una construcción verbal, que tiende a la situación límite de las palabras”. Esa auscultación de los límites tiene sus riesgos: Ida celebra las “expectantes palabras, / fabulosas en sí / promesas de sentidos posibles, / airosas, / aéreas, / airadas, / ariadnas”. Pero ha de hacer valer su vigilancia de gaviera: “Un breve error / las vuelve ornamentales”. La ornamentación puede corromper la exactitud de las palabras. También el miedo las contamina: “Y siempre seguiremos inclinando / las armas ante los vencedores / […] / Hasta el lenguaje llegan / los indicios del miedo” (“Del miedo como denominador”).
Vitale practica una deliberada ocultación de lo inmediatamente biográfico. Elige a la inteligencia como camarada en la ruta y transita por rumbos que exploraron Mallarmé, Montale o Góngora. Es el suyo, diríamos, un barroco límpidoVitale practica una deliberada ocultación de lo inmediatamente biográfico. No podía ser de otro modo. Fue discípula de José Bergamín y Juan Ramón Jiménez la reconoce y elogia tempranamente. Vitale elige a la inteligencia como camarada en la ruta y transita por rumbos que exploraron Mallarmé, Montale o Góngora. Al cordobés homenajea precisamente en la serie “Solo lunático, desolación legítima”, contenida en Reducción del infinito. Es el suyo, diríamos, un barroco límpido. Vitale lucha contra la inanidad de las “voces entoldadas”.Pablo García Casado destaca “la contención casi sajona de su poesía, ese rigor de ingeniera de las palabras, que tan poco acomodo parece tener en un ecosistema literario de efectos inmediatos”. No: Vitale no viajó a la poesía para ocupar un sillón cómodo. La poeta gaviera conoce la seducción de la luz que encubre abismos. ¿De qué amantes en vuelo nos hablaría Ida en estos versos: “Icáricos / caedizos y respectivo mar uno del otro”?
‘Contra las palabras sedentarias’: catálogo de cosas que amo en Ida Vitale
—Su definición de poesía en Léxico de afinidades: “Las palabras son nómadas; la mala poesía las vuelve sedentarias”.
—Su definición de canto: “Cantar, dichosa entrega / a vivísimos vientos”. Nunca falta en una poeta-gaviera la escucha de las fuerzas físicas, arrebatadoras y sensoriales.
—Su consejo al poeta: “En poesía no acates: ataca”.
—Poemas como “Verano”, que enamorarán a los degustadores de haikus: “Quien se sienta a la orilla de las cosas / resplandece de cosas sin orillas”.
—El primer verso del poema “Marzo” con su aliteración gustosa: “Marzo marítimo mana fulgores”. Lo memorizo ya.
—Su certeza de felicidad apoyada en la infinitud de los libros, que fue consuelo en medio de la experiencia solitaria de la lectura en la infancia: “Al cerrar las tapas sobre personajes de cuyos sueños, dolores y peripecias me sentía desbordante, era desolador no poder hablar de ellos, encontrarme entre seres a quienes nada importaba ese tenue paraíso que acababa de apagarse. Pero […] encontraba felicidad en la certeza de que me esperaban en número infinito”.
—Su canto a la tarea del traductor, a sabiendas de que el camino que espera a las palabras, llevadas a dormir ya en otro idioma, será frío, yermo y desconocido: “Alguien desborda / al centro de la noche. / Ante un orden de palabras ajenas, / rebelde sometido, / ofrece el canto de toda su memoria, / las reviste de nueva piel / y con amor / las duerme en nueva lengua”. (“Traducir”, en Reducción del infinito).
—Su modo de recordarnos las deudas que han de pagarse en la vida, antes de “reunirse con la mayoría”. Se refiere Ida a las que adquirimos con los “donantes libres, que aun sin haber pensado en nosotros, nos han rodeado de emociones, modos originales de ver el mundo, incesantes amplificaciones de éste, datos, definiciones”. Estos donantes libres pueden venir aureolados por el prestigio de la literatura (eterna Ifigenia, Alicia eterna, infinito Orlando eterno/a), pero también ser de menor alcurnia. Ida paga con su recuerdo amoroso y escrito la deuda que contrajo con “las cotorritas del Cordón”, tres señoras que “vestían sólo de verde, un verde brillante, de lorito alegre […] Conseguir zapatos verdes en aquel mundo sobrio y ceniciento no era tarea simple”. De pronto sé, con Ida, que la poesía es eso también: conseguir zapatos verdes y usarlos en un mundo gris.
—Su indagación en el propio despertar de la inquietud estética. Su primer proyecto estético infantil se libró en el campo de la caligrafía, arte manual que acostumbra a la calma, que enseña a admirar la buena labor ajena y que exige orden: toda una parábola de los aprendizajes poéticos. Y después llega la hora de los desaprendizajes: “Imagino a Juan Ramón aplicado a la tarea inversa de abandonar la norma”. Ida no se refiere solo a la norma caligráfica: también en la poesía “conviene tirar por la borda la cáscara de la sustancia que ya nos nutrió”.
—Su modo de amar y decir bajo construcción poética el mundo natural: árboles, sinsontes, jirafas, estorninos, gatos. Declara su amor a los árboles con una letanía de preguntas disyuntivas: “¿Es la encina de Orlando o son éstas de Austin? / ¿Sauces de Garcilaso? ¿El que planté yo misma? / ¿Álamos del amor, o aquel del que en invierno / caían a mis pies pájaros casi muertos?”. Pero no hay disyunción: tan vivos están los árboles de afuera como los que hincan sus raíces en los libros amados. Véase también el texto casi profético, “Ecológica”, en Léxico de afinidades. Una Vitale apocalíptica habla del final: “No, no habrá jardines. Nada, sino aridez y desesperanza, briznas de pajas, temblorosas en el viento y de éste, las trágicas carfologías que antes anunciaban algún día oscuro y ahora quizás sean las únicas exequias de un mundo aniquilado, ráfagas de pestilencia que abogan en soledad, entre cadáveres”.
—Amo su relato de cómo llegó la música a su vida: “Un día llegó la música. ¿Habré pensado: que Dios me proteja? Lo hizo y fue para toda la vida esa felicidad, una de las pocas a las que nos entregamos sin pedirle recibo ni comprobante ni testimonio para el currículum ni seguro contra el deterioro…”.
—La amo cuando denuncia la sordera que acarrea la ignorancia de los mitos: “Con el desconocimiento de las mitologías […] se derrumbó una cúpula de resonancias infinitas, dejando sordos y analfabetos parciales a granel”.
—El recuerdo de su visita a Málaga en 2010, invitada por el Centro Cultural Generación del 27. El placer de su conversación. Su energía, su entusiasmo renacido día tras día (desde la astucia y desde la inocencia), su inteligencia que jamás vio embotarse “los filos del análisis”.
—La ventura de saberla heredera de un modo de hacer y entender la poesía que tiene a Juan Ramón Jiménez como proa y a ella misma como capitana. Como gaviera, en lo alto.
—Su modo de cifrar lo más deseable en el texto que dedica a Islandia: “…miro descender el círculo encendido del sol, sin crepúsculo y lento”. El sol desaparece, pero la luz, autónoma e indeleble, no varía: “¿Habrá mejor símbolo de lo que deberíamos desear? Ya invisibles, ya sumergidos, dejar una luz persistente para suavizar algún agobio”.
Cómo me gusta Ida Vitale: “luz persistente”.