Hablando de literatura con las farolas
Las letras entornadas
Fernando Aramburu
Tusquets
296 páginas | 18 euros
La imagen de portada que abre Las letras entornadas es una declaración de principios: un Fernando Aramburu de ocho años con un cigarrillo rubio de boda y una mirada en la que mezclan atrevimiento y curiosidad. Lo que sigue es una demostración de que “la literatura es definitivamente una soledad acompañada” y en esa compañía el autor encuentra la mejor vía de salida para sus placeres hechos de palabras. Como hilo conductor de los textos aquí recopilados, Aramburu recurre a una idea platónica para mantener un diálogo con el Viejo, un disfrutador como él con quien comparte el amor por el vino y la pasión por la literatura. “Disfrutar serenamente”, esa es la clave. Poco sabremos del Viejo, aunque en las líneas finales encontraremos su sentido último, y que no es otro que darle un barniz unamuniano a todo lo anterior, niebla incluida.
Un 4 de enero de 1959. Domingo. A las tres de la tarde. San Sebastián. Ahí, en un entorno muy humilde y cerca del mar, empezó todo. Muy pudoroso hasta ahora sobre el “espesor confesional” en su literatura. Aramburu viaja en primera persona en el tiempo para reencontrarse con aquel niño al que “sacaron del pozo los libros y el estudio del idioma”. Qué días tan felices: “Nos pasábamos el día en la calle, lo mismo si llovía como si no”. La prosa, tan exacta siempre, se torna lírica y conmovedora cuando se refiere a sus padres, que alimentaron su hambre de libros y le costearon los estudios.
Pero no estamos ante unas memorias aunque el autor haga balance. En sus artículos reunidos hay material de distinta procedencia. Por ejemplo, consejos para que el amor por la lectura prenda pronto: “Creo que no hay manera más efectiva de aficionar a un niño a la lectura que poniéndolo a convivir con otros niños lectores”. Por supuesto, no puede faltar la referencia al Quijote, cuya complicidad duradera tiene una explicación por “la virtud de representar para los hombres más que literatura”.
Hay recuerdos a lugares emblemáticos (la librería Lagun, “la primera tienda que expuso un libro mío en sus escaparates”), reflexiones sobre la responsabilidad del escritor frente al terrorismo y elogios del “ejercicio grato de la relectura”. Magnífica es la semblanza del desafortunado Wolfgang Borchert, a quien el propio Aramburu tradujo, y que vivió 26 años y medio, de los cuales tan solo dispuso de los dos últimos para crear, en unas condiciones de salud lastimosas, lo esencial de su obra. Todo lo contrario de Thomas Mann, una “obra vasta en condiciones propicias”. Aparece el autor que comenta libros ajenos con buena puntería (Juan Gracia Armendáriz, Marcos Giralt Torrente) y también el preciso y original evocador de orfebres de la palabra como Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya, Blas de Otero o Ignacio Aldecoa. Sus aproximaciones a clásicos como Pedro Páramo, La plaza del Diamante, Crimen y castigo, Casa tomada, Madame Bovary o Ramiro Pinilla y sus Verdes valles, colinas rojas, son un prodigio de lucidez, respeto y comprensión hacia obras magnas, sobre las que Aramburu ejerce de guía ejemplar.
Poesía es escribir buenos poemas, sentencia Aramburu. ¿Y qué es un buen poema? El autor responde a esa pregunta y a muchas más en este tratado de pasiones y pulsiones literarias, propio de alguien que a menudo se sorprende “hablando de literatura con las farolas”.
Afirma Aramburu que “cuando escribo, no sólo digo sí a la vida, digo también sí a mi vida, que en gran parte consiste en dedicar un número variable de horas diarias a escribir”. Y sus letras entornadas abren las puertas de una inmensa casa tomada en la que se puede hablar de escritores bajo la bota nazi y de moscas apareándose para volar sobre la literatura erótica, donde se descarta la muerte de la novela y se afirma que “una página lograda, sabrosa como un buen vino, justifica un día”. Las letras entornadas está llena, pues, de buen vino y buenos días.