El vivo retrato
Corazones en la oscuridad
Joaquín Pérez Azaústre
Anagrama
276 páginas | 18,90 euros
De Joaquín Pérez Azaústre conocíamos de sobra su romance frontal con las palabras más recónditas: peaje sentimental del poeta que no se cansa nunca de escarbar entre líneas. Pero también había dejado huellas en la arena más revuelta de la prosa, allí donde la marea narrativa necesita el poderoso oleaje de la precisión y la solidez de un andamiaje en el que anida la belleza, el toque perturbador y la escritura de transparente complejidad. Corazones en la oscuridad se asoma al borde del abismo donde habita la memoria a punto de desvanecerse. Fotografía la desolación como paisaje de supervivientes. Una madre que siempre se mantuvo firme y sólida como una roca empieza a ser testigo no solo de su propio derrumbe como persona (los martillazos de la edad) sino también de las ruinas de su familia, esas dos hijas cuyos naufragios duelen como si fueran propios. Y, palpitando entre silencios o voces enterradas, un secreto. Una zona oscura: no es casualidad que la novela arranque con una imagen premonitoria: un autobús que desciende por un túnel en un paisaje urbano con la decrepitud al acecho. Pérez Azáustre es capaz de adentrarse en la realidad y extraer de ella una imagen que rompe todos los esquemas: un simple detalle, una observación cazada al vuelo, una frase que desnuda un alma con la contundencia sutil de un verso bien afilado. Sus diálogos no con cháchara para rellenar páginas: dibujan al personaje, lo delatan, son esenciales por lo que descubren y por lo que esconden. El lirismo, a veces, hace incursiones en líneas enemigas: “Los cascos rebosaban humedad, como si el rocío les hubiera caído encima, en un aleteo soñoliento de pájaros mojados”. Lo clava: ese instante, esa sensación. Puede convertir una conversación sobre boxeo en un tratado de la fragilidad, trasvasando heridas de un personaje a otro, anunciando una explosión de violencia que el autor cierra con un nuevo golpe de poesía esta vez cruda, presagio sangriento: una persiana que baja y que suena “como una sierra que rajara la noche”.
De qué hablamos cuando hablamos de error. No es casualidad que una de las protagonistas pase horas y horas como vigilante viendo “la inmensidad fragmentaria de las ocho pantallas”. Imagen líquida que tiene mucho en común con la propia indagación del autor en las marismas de sus personajes. Siempre, siempre empeñado en que el lector no se acomode. Por eso, de pronto, tras esos retablos de palabras que describen con detalle escenas y pensamientos, se para en seco e hilvana un capítulo que es solo diálogo. Es solo un paréntesis porque pronto llega el derrumbe que construye el resto de la novela, y alrededor del cual se ciñe un escenario de ausencias que duelen (y huelen), de rituales exfoliantes de la memoria, de fragmentos del pasado que se alejan de unos personajes al tiempo que otros los utilizan como tablas salvavidas. De repente, la novela se abre camino por la espesura de una investigación privada, hijas que rastrean en la memoria en fuga de su madre con el teatro como perfecta representación de las vidas ocultas tras el telón, en permanente mudanza de sentimientos. De ahí que las fotografías o los cuadros se conviertan en espejos, fronteras de cristal que, al atravesarlas, condenan la realidad al destierro para invocar nuevas corrientes y nuevos lenguajes que sirven al autor de Los nadadores para pintar con palabras un cuadro de culpa y redención. No por casualidad salen con frecuencia llaves en la novela: hay en ella una decidida voluntad de abrir puertas cerradas a cal y llanto, de entrar en estancias dormidas, de encender luces en la oscuridad donde habitan los corazones que laten al compás de la ausencia y la soledad.