Fulgor antes del silencio
Demonios familiares
Ana María Matute
Destino
184 páginas | 20 euros
Enfrentarse a una obra inconclusa nos obliga, necesaria y ontológicamente, a una doble labor de coautor de reserva y a sustituir con mentalidad de arqueólogo imaginativo ese atisbo de frustración, que al igual que al chaval al que se le muere una mañana la abuela que le contaba cuentos antes de haberle desvelado si el héroe era capaz de derrotar a la quimera, nos acompaña cuando una nota queda suspendida en el aire, con todas las tramas en alto. Las obras inacabadas gozan de una extraña fascinación. Aquel alejandrino arrugado en el bolsillo final de Antonio Machado −“Estos días azules y este sol de la infancia”− lleva asociada más imaginación y valor que el que sin duda habría tenido de acabar el poeta su evocación. Los esclavos de Miguel Ángel nos permiten esculpir mentalmente el mármol para imaginar hasta donde habría llevado su precisión el capresano.
La última, póstuma e inacabada, novela de Ana María Matute guarda esa misma sensación de perfección inacabada que poseía el filme El sur, de Víctor Erice: una atmósfera impecable que nos permite zambullirnos en los silencios, miedos y secretos latentes de una casa solariega de la España del arranque de la Guerra Civil a través del despertar emocional de una muchacha adolescente que es sacada por su padre de un convento ante la inminencia del fuego fratricida. Demonios familiares, el testamento literario de Ana María Matute, se calla poco después de haber completado con coda el primer arrebato pasional de la protagonista, Eva, apenas unos párrafos después del inicio del siguiente capítulo. ¿Pero puede deleitarse, se preguntarán algunos, una novela que no nos cuenta el final que se llevó la autora de Los Abel y Olvidado Rey Gudú a la tumba? Absoluta y plenamente, me atrevo a decir. Primero, porque los lectores de Matute escucharán su voz en cada giro de su prosa, en su manera de pintar con el idioma, siempre a medio camino entre el moderado documentalismo realista y la prosa poética preñada de referencias naturales, olores, sabores, temperaturas, pequeños gestos de los personajes que van conformando poco a poco a seres que parecen respirar a nuestro lado. Si bien el prólogo de Pere Gimferrer y el epílogo de su amiga y fiel secretaria María Paz Ortuño, otorgan en la edición de Destino contexto y emoción a una historia que acaba prometiendo diferentes opciones de melodrama y tragedia, pero que nunca sabremos cómo acabaría sonando al completo, lo cierto es que con lo que tenemos ya podemos irnos satisfechos a la cama. Reveló precisamente la escritora antes de morir a la periodista y escritora Ángeles Caso, en esta misma revista, que su última novela iba a ser de grandes amores, algo que nunca había hecho. Como lectores sólo podemos asomarnos hasta el inicio de las llamas, al comienzo del despertar de una casi novicia al mundo de los deseos, del arrebato, del arrojo, del sexo, de los secretos revelados, de la propia firmeza, del engaño.
Decía la añorada Ana María que “Acaso vivir es perder cosas”. Cierto, nosotros como lectores habremos perdido el final de esta novela. Pero también hemos tenido el privilegio de contemplarlo como el fantasma de la abuela muerta que se aparece radiante y sonriente antes de desvanecerse para siempre, no sin legarte la extraña pasión de continuar la historia por ti mismo. Es nuestra hora, la hora del lector. La hora de despedirse de una gigante de las letras, de aquella abuela de blancos cabellos cuyo último deseo fue que la pasión la arrebatara por última vez.