La urgencia de recordar
El metal y la escoria
Gonzalo Celorio
Tusquets
320 páginas | 18 euros
La necesidad de hacer memoria, no sólo para comprender y comprenderse, sino también por el miedo a perderla, es la constante que anima el desarrollo de esta saga familiar en tres generaciones que es El metal y la escoria. En esto se asemeja Gonzalo Celorio (México, 1948) a otros autores contemporáneos, como el colombiano Héctor Abad en la reciente La Oculta, o como Jordi Soler, que, al igual que Celorio, es mexicano de orígenes españoles.
“Dios, que salva el metal, salva la escoria”, escribía Borges en un soneto que Celorio cita en el inicio, dando sentido al título. La trama se remonta hasta el abuelo paterno del narrador, Emeterio Celorio, asturiano de un diminuto caserío de la comarca de Llanes (Vibaño), que en 1874, con dieciséis años, se despide para siempre de sus padres campesinos y, en compañía de un amigo de su edad, toman un vapor mercante desde Santander hasta Cuba y de ahí a México. La razón: salir de la miseria, hacer las Américas, probar fortuna siguiendo los pasos de un primo que se estableció allí años atrás y que regenta un negocio de abarrotes y ultramarinos. El primo (Belarmino) resultará a la postre más patrón que pariente querido y Emeterio pasará mil penalidades —aparte de la travesía infernal transoceánica en las bodegas de tercera clase—. Una vez en tierra, precario alojamiento, escasa higiene, pero en su mente la idea fija del ahorro y del progreso. Tanto que, una vez independizado, alcanza a ser el mayor magnate del negocio de la importación, distribución y venta de vinos y licores en tierras mexicanas.
Pero esta no es solo una historia de emigrantes y emprendedores avispados en un México prerrevolucionario y revolucionario convulso, sino un minucioso recuento personal, una reconstrucción dolorosa que el nieto lleva a cabo desde su condición inicial de mero “escucha” de unos y otros relatos de familia, un niño que crece y va descubriendo el poder de las palabras. La segunda generación, especialmente tres de los hijos de Emeterio, dilapidó la fortuna entre juergas alcohólicas, apuestas, ostentaciones, e idas y venidas a España, una vez que el patriarca falleció con menos de cincuenta años y dejó la fortuna en manos de un albacea. Un albacea dudoso y unos hijos mucho más interesados en los dividendos que en la continuación del negocio.
Este libro es, por parte del autor, un minucioso recuerdo, exhaustivo como el inventario de la vida de sus once hermanos o de los objetos del escritorio de su padre, inventor y registrador de patentes, un padre asolado, vencido por los acontecimientos, envejecido antes de tiempo (hasta en la fotografía escolar “un rictus de ancianidad anticipada y estremecedora”). A la voz del hijo-narrador se le suma otra, eficaz, materna, que se le dirige y lo va poniendo en antecedentes. Celorio reconoce la larga “rumia” que supuso esta “novela o historia o saga o como se le quiera llamar”, lo poco que sabía realmente en los comienzos y cómo la fue edificando a base de testimonios y retazos, hasta que “la escritura misma habría de revelarme (…) saber un poco más de mí mismo y explicarme mis más rancios atavismos”. Ya en 1978, el autor viajó a la aldea asturiana del origen. Tan larga fue la gestación de esta obra y la acumulación de materiales. Poco a poco vamos sabiendo de un mal que aquejó a sus antepasados y que aterra al propio narrador: la pérdida de la memoria, algo que convierte la historia relatada en una lucha urgente, dramática, a contrarreloj, en sus últimos compases.