Un festejo de la literatura
El héroe discreto
Mario Vargas Llosa
Alfaguara
392 páginas | 19,50 euros
El lector que tenga el buen criterio de acercarse a la última novela de Vargas Llosa, obtendrá la recompensa que siempre acompaña al viajero que regresa a un lugar muy querido y del que hace mucho tiempo que anda ausente. Además, la literatura, que se ríe del tiempo, permite que nos encontremos a los viejos amigos en la plenitud de la vida —si acaso un poco cansados o temerosos ante los cambios de la propia vida, pero conservando la esencia que los conformó— y eso devuelve al lector parte de la juventud. Che guá, qué gusto acudir a la comisaría de Piura y encontrarnos con el sargento Lituma —el de La casa verde, el de Lituma en los Andes— y ver que solo tiene cincuenta años, cuando hace casi ese tiempo que coincidíamos con él en el burdel regentado por la Chunga; comprobar que la ficción es el mejor antídoto contra el tiempo y la muerte. Por esta novela andan también don Rigoberto, doña Lucrecia, el inquietante Fonchito… Siguen siendo los mismos, conservan su divertida sensualidad, sus ganas de vivir, su concepto hedonista de la cultura y de la vida, la ambigüedad que tan buenos ratos nos hicieron pasar en Los papeles de don Rigoberto o en Elogio de la madrastra.
El héroe discreto nos cuenta la historia de dos personajes que deciden no someterse a lo que parece un irremediable destino. Felícito Yanaqué, un hombrecito dotado de un sólido código moral, que desde la nada ha conseguido levantar una modesta empresa de transportes en Piura, se opone firmemente a un chantaje. La única herencia que su padre le legó fue el consejo de no dejarse pisotear por nadie y, desde su insignificancia, está dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlo. La estricta moralidad suele conllevar un excesivo orgullo y hasta el pecado de vanidad, como descubriremos según avanzamos en la novela. En Lima, Ismael Carrera, el dueño de la aseguradora de la que don Rigoberto acaba de jubilarse para poder por fin dedicarse a una vida de refinado hedonismo en compañía de la sensual Lucrecia, descubre que sus dos hijos le desean la muerte, que no ansían más que su fortuna, que son dos hienas sin ninguna virtud. Para truncar sus planes, decide casarse con su asistenta, con lo que desencadena el conflicto en el que se ve inmerso don Rigoberto. La historia tiene mucho de melodrama. El propio Vargas nos lo aclara, a través del pensamiento de don Rigoberto: “Dios mío, qué historias organizaba la vida cotidiana; no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes y Tostói, sin duda. Pero no tan lejos de Alejandro Dumas, Émile Zola, Dickens o Pérez Galdós”. Sirvan esas líneas como perfecta reseña de una novela que tal vez no figure entre las más grandes del genial Vargas, pero que supone toda una demostración de lo que es el arte de escribir e imaginar. Por encima de las enseñanzas morales, del consejo de no claudicar ante la intolerancia y la tiranía —Vargas lleva muchos años advirtiéndonos de posibles chantajes— el lector se quedará extasiado ante la sonoridad del lenguaje, con su maestría en los diálogos, ante la perfección formal de la novela. Che guá, cómo habla esta gente, cómo escribe Vargas Llosa.
El héroe discreto nos presenta un Perú inmerso en la prosperidad; Piura ha modificado sus viejos barrios, han llegado las redes sociales y hasta existen grandes centros comerciales con cines de estreno, pero el lector de la novela percibirá la atmósfera, los sabores de antes. Da la impresión de que Vargas hace sus novelas no solo con palabras: son un objeto primorosamente envuelto preñado de olores y sonidos, de vida. Un festejo de la literatura y la obra de un maestro que reivindica la alegría de vivir, el humor, el placer, la palabra.