Un brindis por la vida
Los cuerpos lejanos
Rodolfo Serrano
Alsari
132 páginas | 12 euros
La poesía de Rodolfo Serrano, su naturalidad de abrazo sostenido en la conversación, es un coloquialismo sin retórica, un reportaje de la inmediatez sentimental, política y biográfica, de un sujeto poético que ha ido descubriendo el latido de su contemplación entre los pliegues de la actualidad. Periodista histórico del diario El País, especializado en información laboral, cuestionó su propia profesión en Un oficio de fracasados y publicó el volumen costumbrista Historias de Madrid. Con su hijo Daniel, también periodista, ha firmado dos ensayos: Toda España era una cárcel y La España de Cuéntame cómo pasó. A otro de sus hijos, Ismael, le ha compuesto varias letras de canciones, de las más celebradas de su repertorio, como La extraña pareja. Estamos, por tanto, ante un autor poliédrico, al acecho de una realidad que ya ha versificado en sus anteriores volúmenes de poesía (Especial para cócteles, Al Oeste hay apaches y La blancura de la ballena), entre la crónica y la canción de autor, entre la poesía del compromiso social, con el aliento crítico de Blas de Otero y de Celaya, la cercanía de Ángel González y el culturalismo popular, esbelto y ágil, festivo y familiar a Luis Alberto de Cuenca y también a José María Álvarez, bajo la imantación honda y desenfadada de Antonio y Manuel Machado.
Los cuerpos lejanos, con prólogo de Patxi Andión y epílogo de París Joel, es su cuarto libro de poemas. Aquí el poeta se encuentra con su propia figura, alargada como esos mismos cuerpos que se sienten lejanos, que son el tacto antiguo de las noches dejadas entre el humo y la risa. Pero también existe otra distancia: la que trata de reconocerse en el nuevo ámbito de la enfermedad. A través de un diálogo establecido con otro cuerpo lejano, esa interlocutora invisible —“Todo lo perdí, salvo tu nombre”—, habitante también de esa escenografía del recuerdo al que parece hablar en la mayoría de los poemas, el hombre hace recuento enfrentándose al joven que fue, encontrándose con el devenir hacia su propio olvido, que también admite, con su contradicción: “Daría cualquier cosa si pudiera / recordar el sonido de tu nombre”. Algo se desdibuja, se derrumba: “No hay días por delante que pueda llamar míos”, en lo que se presenta no sólo como un lamento íntimo ante la fragilidad física, con la pérdida abrupta del esplendor, sino de toda una época, una edad del hombre que la historia parece haber barrido: cuando los sueños habitaban los días y un país mejor era posible.
Mientras, el poeta vive, escribe, busca; pero también intuye los rastros del pasado: “En la niebla adivino –igual que un tango— / el triste parpadeo de tu sangre”, en el excelente poema “Búfalo Bill toma una copa con el general Custer”. Aunque siempre hay lugar para la plenitud, recordada y sentida, porque también la memoria puede recorrerse y vivirse con un protagonismo exento y puro: “Y mañana era un verso caliente por la sangre, / y un regusto de vino en el pecho del mundo”. Hay en estos poemas mucha soledad y hay compañía, barras infinitas con aroma a gin-tonic y un suave erotismo que resulta elegíaco, hay versos encontrados de Pablo Guerrero y una cercanía no sólo tonal con Jaime Gil de Biedma en ese autorretrato cada vez más cansado de mirarse al espejo.
Hospitales, infancia, enfermedad, familia: un mundo que agoniza y que comienza, que reescribe el relato de la noche futura. Pero también un hombre que se reconoce, porque ha encontrado su estación total: “El tiempo es el cobarde. Y lo he vencido”.