Desmontando a John
Escenas de una vida de provincias
J. M. Coetzee
Trad. Juan Bonilla (Infancia), Cruz Rodríguez Juiz (Juventud) y Jordi Fibla (Verano)
Mondadori
592 páginas | 23,90 euros
John Maxwell Coetzee es un maestro indiscutible. Su trayectoria es tan audaz como rigurosa. No hay una sola obra suya, desde su debut con Tierras de poniente a la destreza que transparenta Diario de un mal año, que no provoque el temblor de la obra perdurable. Por el camino en esta trayectoria sobresaliente, abundan los textos capitales. Cada lector tendrá sus himalayas. Yo me atrevo a citar tres: Vida y época de Michael K, Desgracia y Elizabeth Costello. Son libros de una hondura y expresividad apabullantes, hitos en una escritura que no concede alivio y tiene mucho de apisonadora. La prosa de Coetzee, desnuda pero resonante, una especie de dardo luminoso, es una mezcla de mesura y brutalidad cifrada en novelas que hieren, sin coartadas para el sentimentalismo.
Aunque la fuerza del escritor sudafricano no se agota ahí. Pocas expresiones literarias tan arriesgadas como la autobiografía novelada. La autopsia, el escrutinio despojado pero al tiempo henchido por las velas de la ficción son atributos de primer orden, complejísimos de manejar, pero que procuran frutos ineludibles. Coetzee comenzó a afrontar semejante reto en 1998 con Infancia, lo prosiguió en 2002 con Juventud y lo culminó en 2009 con Verano. Mondadori, su editorial en España, reúne ahora este periplo en un único volumen titulado, con cierto sabor decimonónico, Escenas de una vida de provincias.
Las tres obras conforman un crescendo irresistible. Lo que arranca con Infancia (su vida a los diez años de edad en Ciudad del Cabo: la cárcel del colegio, las miserias de la familia, el paisaje sudafricano como vocación primordial) y se afianza con Juventud (su vida en Londres, metrópoli de la Commonwealth: la bohemia frustrada, el descubrimiento de Eliot, Pound y Beckett, el despertar sexual), estalla en Verano, que parte de una premisa seductora: John Maxwell Coetzee ha muerto, y un joven inglés pretende escribir una biografía del autor de Foe. Lo interesante es que al joven biógrafo no le importa el escritor ya consagrado, el Nobel admirado, respetado y temido, sino el treintañero que, tras una mala experiencia en Estados Unidos, regresa a Sudáfrica para cuidar de su padre, llevar una vida áspera, malvivir como profesor y, por descontado, escribir y publicar su primer libro en 1974. Para dibujar a este hombre que se debate entre la subsistencia, las obligaciones filiales y la enfermedad de la literatura, el biógrafo entrevista a cinco personas que conocieron a Coetzee durante aquella agitada década: dos de sus amantes, la madre de una de sus alumnas, su prima predilecta y un compañero de trabajo, el único varón del grupo. Este quíntuple análisis (séxtuple si aceptamos que la voz del biógrafo interfiere en la narración; séptuple si asumimos al propio Coetzee como titiritero primordial) supone un hallazgo, porque el personaje que se va dibujando en nuestra retina es un poliedro vivísimo.
Las claves personales perfiladas de forma canónica en Infancia y Juventud estallan, así, en la inesperada modernidad de Verano. El niño problemático del Karoo y el joven que arrastra en el exilio su síndrome de Dedalus se resuelven en la maquinaria compleja de un hombre muerto cuyos triunfos y miserias nos son narrados con alucinada intensidad. Al fin y al cabo, como dice uno de los espejos que reflejan a quien dijo ser y llamarse John Maxwell Coetzee, qué es un escritor sino alguien que se gana la vida “escribiendo informes, informes de experto, sobre la experiencia humana íntima”.