Antonio Muñoz Molina: «Lo real es más novelesco y raro de lo que tú puedas inventar»
—James Earl Ray no es en su libro un racista activo y obstinado. Más bien es uno de los miles de americanos que participaban de aquel clima de desprecio de los años sesenta, con Vietnam como fondo. Pudo ser él el asesino o muchos otros. Pero ¿por qué él?
—Cuando ves los documentales de la época, por ejemplo cuando llegaban los autobuses a las estaciones mezclados con blancos y negros o los niños querían entrar en las escuelas y ves la chusma blanca acosándolos, te das cuenta de que cualquiera podía haber sido. Muchos activistas de los derechos civiles fueron asesinados pero es que nadie perseguía a los asesinos, o los soltaban o los absolvían. Ray era tan racista como casi cualquiera. Para él el racismo era el aire que respiraban los blancos pobres, y la clase a la que él pertenecía, lo que llaman allí la basura blanca. Esa clase era la más virulenta. Su situación era tan miserable que solo tenían por debajo a los negros. Y eso le venía muy bien a las élites políticas del sur porque los negros no votaban. Después Ray intentó disimular su pasado, era más racista de lo que parecía, pero disimuló para defenderse. Un hijo de Luther King, creo que en 1996, fue a la cárcel y dijo que prácticamente reconocía su inocencia. Y la viuda, cuando Ray murió, le mandó una carta de pésame a su familia.
—Un magnicida por una concatenación de azares…
—Cuando matan a King su asesinato tiene un impacto tan grande que parece que el crimen debe tener una preparación mayor, pero era muy fácil matarlo. Era un hombre que recibía amenazas de muerte y había gente que ofrecía dinero para asesinarlo en la prensa medio clandestina y racista… Había vigilancia pero no protección. El FBI lo vigilaba para hundirlo. Matar a King era muy fácil. Incluso asesinar a Kennedy no era tan difícil.
—¿Usted descarta la confabulación o es que excedía los límites y la intención de la novela?
—La novela no es un ensayo histórico pero estoy convencido después de leer casi todo lo que se puede leer de que no. Quizá contó con la ayuda de un hermano suyo que era más racista pero no hubo conspiración. De hecho el asesinato estuvo a punto de no pasar. Él disparó a las seis y un minuto; dos minutos más y no puede disparar porque estaba anocheciendo. Cuando se escapó no tenía dinero, estaba en Lisboa pero no podía hacer un atraco sin saber portugués. Ray era un delincuente profesional y tenía secretos, pero yo creo que esos secretos están relacionados con el tráfico de droga. Se ha calculado que gastó unos 10.000 dólares en el año y medio que estuvo huido. Lo que pasa es que uno quiere que haya correspondencia entre los efectos y las causas. La muerte de King tuvo consecuencias enormes e imaginas muchos motivos para su asesinato. Ray era un tipo muy astuto. Pero pongo la mano en el fuego que no hubo confabulación.
«Igual que es difícil imaginar qué era el racismo entonces es muy difícil imaginar hoy la crueldad del sistema penal, donde casi el 60 por ciento de la población carcelaria son negros»—¿Cómo se percibe hoy el racismo en Estados Unidos?
—Las cosas han cambiado como de la noche al día. Hubo cambios legales fundamentales. El 90 por ciento no votaba en los estados del Sur; no había integración en las escuelas, el nivel de pobreza era mucho más grande. Pero a raíz de la lucha por los derechos civiles y del coraje del presidente Johnson, gracias a la ley del derecho al voto y la del reconocimiento de los derechos civiles, cambió el país. Hay una clase media negra muy importante, hay negros millonarios en todos lados, pero sigue existiendo un vínculo entre la pobreza y la gente negra. La falta de ascenso social ha traído dos cosas que son terribles: el crecimiento de la desigualdad. Se han perdido muchos trabajos industriales relacionados con la manufactura y al hundirse eso se han hundido las comunidades negras. Igual que es difícil imaginar qué era el racismo entonces es muy difícil imaginar la crueldad del sistema penal, donde casi el 60 por ciento de la población carcelaria son negros.
—Y qué piensa de los casos de racismo en Europa, de los saltos de las vallas, del trato que se da a los provenientes de los países del Este.
—Hay una diferencia. Europa no está sabiendo integrar a la emigración quizá porque hay demasiadas obsesiones identitarias o porque el mercado laboral es más rígido. En Estados Unidos la inmigración se integra mejor que en Europa. Allí puede haber guetos de pobreza de negros o portorriqueños pero de musulmanes no hay. La economía americana, al ser dinámica y tener muchos puestos de trabajo no cualificados, es muy buena para el inmigrante. Mira la profesión de taxista. En una época eran todos indios, después eran paquistaníes o haitianos… Y luego hay una idea de pertenencia más flexible y saludable que la europea. Tú eres de Guatemala y a los cinco años te haces americano y estás con una mano en el corazón y la bandera en la otra. En España se mira eso con condescendencia y se piensa que todos son unos fachas. No, esa bandera significa tu ciudadanía, no la pertenencia a un pueblo que viene de la Edad Media. Es algo práctico que te garantiza unas oportunidades. Eso Europa no ha sabido hacerlo.
—Su novela tiene muchas historias paralelas: la del asesinato; la de Lisboa y su relación literaria de la ciudad; el desvelamiento de los mecanismos secretos que hacen prosperar un relato; los vínculos biográficos que hacen que se escriba un libro. Es relato, ensayo, biografía. ¿No teme abrumar al lector de hoy que solo busca una historia con una estructura fácil y ordinaria?
—Tengo plena confianza en la inteligencia del lector. El lector de literatura es más valiente y en España te diría que de forma acentuada. Para mí era importante no sólo contar la historia de Ray sino el proceso de fascinación por él. La novela surgió de una ocurrencia que tienen que ver con el descubrimiento de esa cosa tan rara de que el asesino de Luther King hubiera estado en Lisboa. Eso es muy raro. Ese proceso y luego el hecho de que surgiera esa resonancia entre mis propios viajes a la ciudad me llevó a reflexionar sobre mi propia historia como escritor y sobre los mecanismos que hacen nacer una historia. ¿Qué hace que surja una historia y no otra, de dónde salen los materiales que se convierten en una novela? Es fascinante porque tiene que ver con los mecanismos de la conciencia humana. La literatura no es un lujo para cuatro enterados sino que tiene que tener un anclaje muy fuerte en la vida del que la hace y del que la lee.
—Se dejaba ir.
—Esa parte inesperada quería contarla porque me parece novelesca. Hace dos años fui a Lisboa a ver a mi hijo Arturo que estaba allí y de pronto caí en la cuenta de que era su cumpleaños y pensé que fui por primera vez a Lisboa cuando ese señor, ahora con barba, era un bebé. ¡Cómo cambia la idea que uno tiene de las historias! Empiezas de joven creyendo que una novela es una construcción perfecta, artificial, el modelo sería la novela policíaca, y cuanto más literario y construido mejor. Y luego pasa el tiempo y te preguntas ¿qué falta hace? En esta de Ray ¿qué voy a inventar yo que sea mejor que esto? Ves que tu propia vida, eso de los principios y los finales, es un relato desorganizado, en el que ha contado más lo imprevisto que lo previsto. Y además ¿dónde está el final?
—Usted plantea en la novela si alguna vez los lectores hemos pensando qué ocurre con los personajes después del punto final.
—El otro día hablaba de la fotografía. Tú tienes el marco de la foto pero más allá hay otra cosa. Al arte le pedimos que le dé una forma inteligible al mundo porque necesitamos comprender pero al mismo tiempo nos lleva a confundir eso con la realidad. Y eso tiene que ver con la literatura y con la vida. Yo cuento en la novela esa sensación que uno tiene a veces de que tu vida está hecha, para bien y para mal. Y de pronto no está hecha y sigue. Porque además tienes una idea del tiempo muy limitada. En El invierno en Lisboa el modelo de narración era Casablanca. Pensaba que el final del avión era el final por antonomasia y aquí todo ha terminado. Pero luego piensas ¿adónde va ese avión? ¡Va a Lisboa, porque era allí a donde llegaban los refugiados! Hay como rimas en el tiempo y las novelas funcionan así. Imagina a Ray llegando a la plaza del Comercio pero yo también he estado allí y quizá, antes, Ilsa y Victor Laszlo.
«Cuando se examinan los hechos de una historia, como la del asesinato perpetrado por James Earl Ray, me fascina lo fácil que es que no pudieran haber ocurrido»—Su novela partía de un serio impedimento para el suspense. Se sabía el final. La historia tenía que acabar con el asesinato. ¿No pensó en salvar a Luther King e inventar un camino aún más ficticio?
—Pensé en esa posibilidad porque King está a punto de salvarse. Luther King podía no haber salido la balcón del motel donde fue alcanzado. Cuando se examinan los hechos de una historia me fascina lo fácil que es que no pudieran haber ocurrido. Nosotros tendemos a pensar en que lo que ocurre no tiene más remedio que ser así, necesitamos certezas. La mente humana tiembla ante la incertidumbre, pero naturalmente que lo pensé, pero no hacía falta inventarlo. King podía no haberse parado dos veces en el balcón.
—¿Verdad y ficción. ¿Cómo construyó al personaje?
—Cuando yo empecé a escribir era un cuento basado en lo que yo había leído, que era muy poco, sobre Ray. Si hubiera hecho eso habría sido algo completamente inventado y hubiera estado bien. Pero al descubrir la cantidad de información decidí que era mejor aprovecharla y no inventar nada o casi nada. Eso tiene que ver con la idea de la novela porque lo real es más novelesco y raro de lo que tú puedas inventar. ¿Cómo me iba a inventar yo que Ray a cualquier sitio que iba se apuntaba a tomar cursos de baile? La novela es un arte de las cosas concretas, de lo específico y un personaje así tiene el interés de lo específico raro, y es contradictorio.
—Lisboa es el pretexto donde usted ajustas cuentas consigo mismo como escritor y en cierto modo como persona. Usted pasó tres días recorriendo la ciudad para la novela que lo catapultó al éxito, El invierno en Lisboa. Es un mismo sitio que alimenta dos ficciones completamente distintas y en mitad varios viajes, uno de ellos a ver a uno de sus hijos. ¿Es el escritor el que mira de otro modo el mismo paisaje o es el paisaje el que muta e influye?
—Los dos. Una cosa apasionante que nos cuesta aceptar es que no hay nada que permanezca. En España tiene mucho prestigio la estabilidad: “Este tipo ha permanecido fiel a sus ideas 40 años”, se dice. Pero todo es cambiante y fluido. Eres parte de un proceso y lo asombroso es representar ese proceso, La sugestión es el movimiento. La ciudad te da un marco y ya puedes ver 1987 y 2012 y pensar las mimas calles y te permite la ilusión de comprender. Y además están las resonancias visuales.
—En 1987 usted era otro Antonio Muñoz. Vivía en Granada, participaba de la vida literaria, compartía las risas con los amigos. ¿Fue en ese punto donde deja atrás lo que había sido (amigos, familia, la nocturnidad) y emprende un camino no solo vital sino literario distinto?
—El camino es muy parecido, es el mismo. Yo no siento ruptura. Más que etapas irreversibles son como partes de un camino de aprendizaje. Hay cosas de las que me he desprendido con satisfacción, como de los hábitos insalubres en una época en que la salud parecía reaccionaria. Pero yo no veo grandes rupturas. Dice Bioy Casares que la amistad es un sentimiento que soporta las grandes privaciones a diferencia del amor. Me ha pasado encontrar a un amigo y que parezca que no ha pasado el tiempo.
—En el capítulo 22 escribe que el punto final “es como esa nota discordante o rotunda o que deja en el aire Thelonius Monk, una conclusión inesperada que no culmina sino que interrumpe, un quiebro”. Dígame el título de un tema de Monk para acabar.
—Hay una canción suya extraordinaria, Straight, No Chaser, que viene del mundo de la bebida, cuando te tomas el whisky straigth, es decir que lo tomas solo, y el no chaser, que es la cerveza con la que acompañas el whisky. Eso de que las cosas tienen que ser straigth es una cosa muy apasionada mía. Es la integridad del entusiasmo de la entrega. Recuerdo uno de los momentos más importantes de mi vida, llevaba poco trabajando en el Ayuntamiento de Granada, había cobrado el sueldo, había bajado por el Zacatín y entrado en Bib-Rambla y de pronto tuve la sensación de estar viendo el mundo como por primera vez. Recuerdo que había unos letreros de Winston que eran como carteles de películas antiguas, Lo que el viento se llevó, Gilda. ¡De pronto vi que había vuelto la minifalda! Y al ver todo aquello sentí una emoción, como si lo percibiera todo al mismo tiempo y entonces se me ocurrió ir por la ciudad como Robinson Crusoe y de ahí salió El Robinson urbano y el descubrimiento de mi propia voz y de mi mirada como escritor, esa especie de epifanía repentina. Eso lo he vivido también en este libro. El paso del tiempo no disminuye sino aumenta la alegría de escribir e inventar.