Rodrigo Fresán: “Cada vez hay más escritores que cuentan y menos escritores que escriben”
Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) es escritor y periodista. Sus libros Historia Argentina, La velocidad de las cosas, Mantra o Jardines de Kensington, entre otros, han sido reconocidos por la crítica por la presencia del pop, la autorreferencialidad y la experimentación en sus historias. La parte inventada, publicada por Mondadori, es el viaje interior a la cabeza de un escritor.
—La parte inventada es una mirada caleidoscópica que cuenta y analiza el proceso creativo.
—El desafío de la novela era contar cómo se hace y se deshace un escritor, cómo funciona el acto de ponerse a pensar un libro y qué ocurre en el libro conforme el escritor lo escribe. Y quería hacerlo utilizando el idioma de la cabeza del escritor que es igual que una máquina de pinball que está rebotando para todos lados la realidad y sus ficciones, y la memoria que es lo que nos convierte en escritores. Cuando uno hace memoria y decide qué recuerda y qué olvida está editando su propia historia. Cada uno decide cómo contarse o no contarse. Yo quería hacerlo también en forma de secciones. Lo mismo que esos antiguos grabados medicinales donde está la cabeza cortada y se ven las partes del cerebro igual que si fuesen mapas de continentes. Y rendir un homenaje al tipo de escritor que me gusta y que escribe libros que transcurren dentro de la cabeza como Foster Wallace, John Banville, Nabokov o Foster Wallace.
—Esta disección le permite abordar de manera crítica la diferencia entre escribir y ser escritor.
—Hoy día se escribe demasiado, y a veces de manera innecesaria. En las redes sociales y en los best-seller en los que desde hace veinte años se ha producido un descenso en la calidad de la escritura, en los intereses y en la ambición del escritor. Cada vez hay más escritores que cuentan y menos escritores que escriben. Basta con comparar El vampiro de Anne Rice y Crepúsculo de Stephenie Meyer. En cada libro el escritor debe batirse consigo mismo y la vocación del estilo. En esta época dominada por la imagen y en la que las bocas de información son más grandes y más veloces, lo único que pueden ofrecer la novela y el cuento es esa vocación del estilo, que cada libro aspire a tener un idioma propio. Sin olvidarse de que el estilo, que a veces mira a la trama por encima del hombro, debe retroceder unos pasos, tomarla en sus brazos y avanzar juntos. Como dijo Cheever, el escritor no posee más conciencia que la literatura.
—Con esto quiero explicar que antes las historias eran como un barco que llegaba a un muelle y del que bajaban los personajes vestidos y la persona que los esperaba no tenía más esfuerzo que ponerlos por escrito. Ahora es más complejo. Hay que alquilar un bote, salir mar adentro, ponerse el traje de buzo e intentar rescatar un tesoro que puede estar ahí o no. Este cambio de procedimiento lo descubrí durante unas vacaciones en las que me leí En busca del tiempo perdido de Proust. Con perspectiva te das cuenta de que a un escritor lo han marcado tres o cuatro lecturas que siempre lo acompañan en forma de eco interior, como una actitud que se manifiesta en lo que escribe y cómo lo escribe. Todos mis libros son también una forma de agradecimiento como lector. Hay gente a la que le irritan las citas, las referencias a otros escritores, pero me gusta hacerlo.
—Su protagonista tiene una obsesión sobre descubrir el secreto que esconden Suave es la noche de Scott Fitzgerald y una canción de Pink Floyd ¿qué tienen ambas piezas en común?
—La novela de Fitzgerald, escrita en un momento particularmente doloroso para él, que le dio muchos problemas y tiene imperfecciones que el tiempo ha ido volviendo perfectas, es el libro que el protagonista se da cuenta de que no puede escribir. Utilizo esta referencia para transmitir la sensación, por la que todo escritor ha pasado, de que a veces piensas que vas a hacer algo importante y luego te das cuenta de que no podrás. Me interesaba también ese proceso de la escritura de Fitzgerald sobre la noche. Todos los personajes y personas reales de la novela, como Bob Dylan o Pink Floyd, están retratados en un momento de incertidumbre respecto a su obra. No saben muy bien qué hacer, igual que le ocurre al narrador. Es como cuando estás nadando en el mar y te das cuenta de que ya no tienes fuerzas para volver y sólo puedes seguir hacia delante a ver si te encuentras con algo. Cuando escribes te vas y a veces no vuelves.
—¿A la hora de profundizar en esa incertidumbre creativa pensó en Ocho y Medio de Fellini?
—Sí, claro. Su película trata del limbo en el que uno se pregunta cómo seguir. Cuando terminé la novela vi La gran belleza de Sorrentino y me di cuenta de que también está ese protagonista suspendido en un momento creativo en el que aparentemente no sucede nada pero pasa de todo. La parte inventada es la historia de una persona que ha perdido la capacidad de sintonizar y al final recupera el fino arte de captar una estación fantasma de radio.
—Fitzgerald termina siendo una especie de fantasma a lo largo de la novela.
«Cuando uno hace memoria y decide qué recuerda y qué olvida está editando su propia historia. Cada uno decide cómo contarse o no contarse»—Fitzgerald fue una especie de santo que murió por nuestros pecados. Lo hizo todo bien en la ficción y todo mal en la no ficción. Es un ejemplo interesante y atendible a la hora de considerar los peligros que rodean tanto la vida como la mística del escritor.—En La velocidad de las cosas abordaba la manera en la que intuimos a los muertos y la mutación de la escritura. ¿Ha querido hacer una vuelta de tuerca de esos temas en La parte inventada?
—La parte inventada es como si fuese su hermano siamés pero separado en el tiempo y en el espacio. En aquel libro trabajé en hacer mutar el género del cuento y aquí se trata de hacer mutar la novela. Desde la perspectiva técnica ambos tienen la misma radiación. También está efectivamente el modo en el que los vivos continúan todo el tiempo reescribiendo a los que se han ido y en cierto modo los convierten en fantasmas. Siempre vivimos entre los que vendrán y los que se fueron. Es como estar en un largo pasillo con una puerta en cada extremo y de nosotros depende qué es lo que escribimos en las paredes entre un extremo y otro.
—También vuelve a tener importancia la infancia y el síndrome de Peter Pan, importantes ejes de su novela Jardines de Kensington.
—Mis libros son una especie de vasos comunicantes, de diálogos entre ellos y con los escritores que me van construyendo como escritor Y a la hora de armar el personaje manejé coordenadas personales, volví de nuevo a la infancia que es el momento en el que todo está narrativamente por ocurrir e imaginé lo que podía haber pensado él acerca de lo que sucede fuera de lo que escribe, sin ningún anclaje emocional más que el de la literatura que precisamente no es un anclaje emocional sólido. Esta actitud peterpánica lo convertía en un prisionero de esa fantasía adolescente que es vivir para, por y de la literatura.
—La parte inventada reflexiona también sobre la lectura y la escritura como contagio.
—Entiendo que hoy día, con más formas de diversión y esa oferta colorista y tridimensional, los niños prefieran la tecnología pero es importante que les enseñen que la lectura continúa siendo una pura e intransferible experiencia. Puedes leer David Copperfield y siempre será el tuyo, diferente al de otro lector. Mi experiencia con la lectura tiene que ver también con subrayar, con entrar en las librerías, con ir a recoger un libro que he encargado, mirar las portadas, descubrir otro del que no tenía noticia o guardar en sus páginas cosas que tiempo después me encontraré. Con ir haciendo una biblioteca que siempre será el paraíso hasta que te mudas y se convierte en un infierno. Todo esto forma parte de la lectura.
—Leyendo su novela da la sensación de que se ha divertido mucho escribiéndola.
—Una de las grandes enseñanzas de Cortázar es la de divertirse leyendo y escribiendo sin ningún tipo de pudor. Me gusta disfrutar cuando escribo e invitar al lector a hacerlo. Me siento muy cercano a Cortázar y me resulta escandaloso que ahora en Argentina la intelectualidad lo haya arrojado a los rincones de ciertas lecturas adolescentes. No puedo entenderlo.