Fernando Marías: “La memoria es un rompecabezas que uno ha de saber encajar”
Fernando Marías (Bilbao, 1958) es escritor y guionista cinematográfico. La luz prodigiosa, El niño de los coroneles, El mundo se acaba todos los días, Todo el amor y casi toda la muerte o Invasor son algunas de sus novelas galardonadas, con premios como el Nadal, el Primavera o el Ateneo de Sevilla. Con la historia autobiográfica La isla del padre ha obtenido el Biblioteca Breve 2015.
—En su novela cuenta que cada marinero tiene una isla como refugio. ¿Este libro contra la muerte es la isla de su padre?
—Este libro parte de ese punto casi geográfico más que moral que es la muerte de mi padre y a partir de ahí voy planteándole al lector cómo el narrador se enfrenta al dolor por la pérdida y en ese proceso va perdiendo el miedo a la muerte para hablar de otras cosas y avanzar emocionalmente hacia su padre entre el relato y la conversación. Esa búsqueda termina efectivamente siendo este libro que es la isla en la que los dos nos reencontramos. Él desde la muerte, yo desde la vida.
—¿Un contar sobre su padre para contarse usted?
—Cuando se narra desde una mirada íntima, cuentes lo que cuentes, acabas por contarte a ti mismo. Esa es la función salvadora de la literatura. Cuando escribo me pregunto, me reconozco, me acuso, me perdono, me advierto sobre… Pero en esta novela he ido más allá porque he cruzado una frontera que no sé si me conducirá a cambiar tramas más complejas y ajenas a mí por algo más sencillo y personal. Al cruzarla he sentido la enorme libertad de escribir de mí mismo sin ataduras de ninguna clase, de reconstruirme como persona siendo a la vez un personaje de la historia.
—¿Una reivindicación del valor de la palabra como edificio de la memoria?
—La memoria es un rompecabezas fragmentado en piezas que uno ha de saber encajar. ¿Quién fue mi padre?, ¿quién soy yo?, ¿de qué manera desarrollamos nuestra relación?, ¿qué influencia tuvo el azar que se cruzó con nosotros determinando una decisión?, ¿qué pasa cuando dos personas se miran a los ojos y, aunque están condenados a entenderse, sienten un impacto que crea una sombra durante veinte años? Ese hilo argumental, que explica cómo y por qué a veces el miedo es un extrañamiento del afecto, también se conjura con la palabra que revisa la versión que nosotros hicimos de nuestros recuerdos. En nuestra mente hay emociones, sentimientos, vacíos, huellas acontecidas tiempo atrás que al tocarlas con las palabras, con la escritura, te permiten ir construyendo ese edificio en el que habita uno mismo y aquellos en quienes te reconoces.
—Usted indaga también en esa memoria a través de los relatos de su madre, que son igual que puentes en la relación con su padre, y de los cuadernos de bitácora de su padre. ¿Son los hijos los detectives de sus padres?
—Aunque suene obsceno que los hijos persigan a los padres, igual que si tratasen de averiguar cosas malas sobre ellos, es cierto que suelen indagar qué hay detrás de la representación que tienen de su padre como personaje mitificado. Cuando me planteé este libro busqué en mis recuerdos, en lo vivido, en esos puentes que mi madre colocaba para que pudiésemos encontrarnos mi padre y yo en esa relación que estaba sobre el agua. Y también me topé con un mapa del tesoro digno de Stevenson que era la cantidad de datos de aquellos cuadernos que me procuraban saber que en 1964 mi padre estuvo tres días en Nueva Orleans. Podría haber escrito una novela negra con lo que pudo haber sucedido durante aquellos tres días. En la infancia siempre se tiene la vocación de descubrir un misterio en torno al padre.
—¿Hay recuerdos encubridores?
—Escribiendo este libro he constatado que en nuestro inconsciente, que suele hacerse reproches y crear sombras, hay recuerdos cómplices de nuestro deseo de no ser culpables. Recuerdos en los que al indagar a fondo te das cuenta de que hiciste mal algunas cosas, que otras no son tan claras como has querido creer, que has borrado huellas. Al darnos cuenta nos cuestionamos aquello que aceptamos, que convenimos o inventamos como una verdad y resulta que era una coartada para salvarte a ti mismo.
—¿A través de la evocación sentimental se puede volver a esculpir al padre?
«Ser un aventurero es la educación emocional más sólida que hemos tenido»—La gran serenidad que tengo en estos momentos sobre la relación con mi padre viene en parte porque al escribir esta novela y volver a mirar desde el corazón la imagen que tenía de él, unas veces fragmentada y otras como una nítida línea recta, he reinterpretado algunos hechos, algunos conceptos y emociones. Al hacerlo entiendes mejor la esencia de sus actos, los vínculos y los miedos entre ambos, lo que desvanece el paso del tiempo, la importancia de lo que aparentemente entonces pareció insignificante o no comprendí. El descubrimiento de todo esto me llevó a reconstruir su recuerdo y a quererlo mucho más. Siento que él no pueda estar vivo un día entero para leer este libro en ocho horas y pasar hablando las otras dieciséis.—Ladrón de bicicletas, Big Fish. La realidad y la fabulación de dos películas acerca de la relación paternofilial. ¿Cuánta influencia tiene su pasión por el cine en su novela?
—Dos grandes historias que describen muy bien la mirada emocional y la resolución del conflicto paternofilial. En la primera el niño le da su mano al padre y lo salva. En la segunda es el padre el que termina salvando al hijo. Las dos provocan una emoción pura. Me pregunto a veces si tiene sentido que tratemos de ser originales en lo que pretendemos contar en lugar de intentar serlo en el cómo y en el porqué. Uno empieza a recordar películas que ha visto y es consciente de su influencia en nuestra mirada sobre el mundo y las personas que nos importan. La mejor relación con mi padre fue a través del cine. Nos gustaba el western y las películas de fortines sitiados. Yo lo veía como Gary Cooper en Solo ante el peligro, y como Steve McQueen en El Yangtsé en llamas porque era también jefe de máquinas en un barco que era un fortín sitiado. A los libros llegamos a través del esfuerzo de la lectura y siempre es una relación personal, casi intransferible, porque no es lo mismo la relación que existe entre Stevenson y yo que la que hay entre Stevenson y tú. En cambio el cine es mucho más directo, más colectivo. Mi literatura, mi vida, están tejidas por el cine.
—¿Esa emoción pura a la que usted alude sólo existe en esa mirada infantil frente al cine?
—En la infancia el cine te abre los ojos, te enseña el lenguaje de los gestos y de los silencios, a sentir el dolor o la amenaza de lo que puede o va a suceder. Cuando Gary Cooper camina por el pueblo vacío todos los espectadores están sobrecogidos, sintiendo su soledad y su tensión. Esa pureza de las emociones que te despertaba el cine, con películas como El Álamo o Raíces profundas que es una gran historia de amor, la ha perdido nuestra sociedad. Por eso quería que en esta novela tan sincera en sus emociones también hubiese un homenaje al cine.
—Dice usted que veía a su padre como el héroe de las películas. No sabía entonces que lo había sido al forzar su destino.
—Cuando él se quemó la mano con el soplete, con el propósito de no seguir trabajando en el taller donde lo hacía y preparar los exámenes de marino, tomó una decisión arriesgada y dolorosa para escapar de su destino de obrero amargado en el Bilbao gris de aquella época. He tenido que escribir esta novela para darme cuenta del valor de aquel acto y comprender que él también, que estuvo en la guerra donde perdió a un hermano, estaba eludiendo el franquismo al convertirse en un marinero cuya vida transcurría en la libertad del mar, conociendo Bagdad, Buenos Aires, Colombia, Nueva York. Si uno tiene claro hacia dónde quiere ir y es valiente puede elegir romper el destino a su favor.
—A su decisión de embarcarse le siguió la suya de subirse a un tren rumbo a Madrid. ¿Es también su novela la historia de una huida como aventura?
—En un principio el arranque de la novela iba a ser como en Moby Dick: “Partí de mi ciudad natal, Bilbao, en busca de aventuras”. Todos los que nos dedicamos a escribir somos aventureros que nos hemos lanzado a la literatura. En las novelas del XIX que nos gustan el aventurero es un grumete que se sube a un barco. En las películas que tanto nos gustan es ese cowboy solitario que llega a un lugar durante los títulos de crédito y siempre se va después. Ser un aventurero es la educación emocional más sólida que hemos tenido. Los dos huimos de Bilbao para serlo. Él de puerto en puerto y yo de libro en libro. Para mí escribir es una aventura vital.