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La voz infatigable

Espido Freire  |  Firma invitada · Mercurio 169 - Marzo 2015
  • In Firma invitada · Mercurio 169
  • — 28 Feb, 2015
© Astromujoff

© ASTROMUJOFF

Los primeros quinientos años de vida de Teresa de Cepeda han transcurrido en un soplo; su figura y sus palabras se mantienen tan intensos y refrescantes como lo fueron en su época: puede que incluso más. También su cuerpo, fragmentado y venerado, se preserva con meticuloso esmero. En muchos sentidos, santa Teresa no ha muerto nunca, y su voz no ha dejado de escucharse en ningún momento.

Con su vigencia estará de acuerdo quien busque en ella una respuesta religiosa más auténtica (en ocasiones, incluso, radical frente a los excesos y los lujos que estaban de moda en su época) o una explicación a la siempre fascinante vida mística: además, este aniversario coincide con un nuevo Papa, austero, cercano y con un agudo sentido del humor, como ella mostraba, y con el nombramiento de la primera mujer obispo dentro del seno de la Iglesia Anglicana, algo nunca bien resuelto en la Católica, y contra lo que santa Teresa, dentro de sus posibilidades, se rebeló siempre.

No podía sobrepasar ciertos límites, ni por la mirada de la Inquisición, que le pisó los talones durante años, ni por su propio contexto, en el que la misoginia generalizada e interiorizada consideraba a las mujeres intercambiables, cuando no superfluas. Pero, cuando le convenía era capaz de saltar por encima de toda frontera. Teresa se empeñó en fundar un movimiento de mujeres pobres, independientes y asesoradas por los intelectuales de mayor nivel posible. Reivindicó una visión particular, intimísima, de Dios y de la manera de manifestar su amor por Él; y eso en tiempos en los que osadías menores se castigaban con la hoguera.

Teresa me ha fascinado siempre; leerla es sumergirse en su pensamiento sin preámbulos. Se la encuentra sin intermediarios por cartas, en diarios, en sus libros o poemas. Resulta increíble la producción que dejó en un lapso vital relativamente corto (la enfermedad la mantuvo inválida muchos años) y da qué pensar en qué hubiera hecho con los medios modernos de transmisión.

Todo aquel cuidado por no hablar demasiado de ella misma, aquella presunta inmodestia, se ha convertido en nuestro tiempo en una mirada sincera e interesante: en su correspondencia, sobre todo, encuentro una mujer moderna. Tozuda, con fe en sí misma, con amistades fieles y graves desengaños, en cierta medida ingenua, pero también muy astuta, coqueta, intensa, dramática, preocupada, e incansable.

Teresa hizo lo que le dio la gana durante gran parte de su vida, y lo que de verdad deseaba era manifestar su amor a Dios y escribir: escribía desde niña (ya había sido una gran lectora en una España en la que eso resultaba una rareza), con una pasión que ahora reconocemos como contemporánea: cuando esa monja considerada problemática y andariega vivió aún no habían llegado Shelley, o Dylan, o las Brontë. Veo en ella la pasión del genio que explica lo que son la frustración, la depresión y la ansiedad antes de que esas palabras se hubieran inventado.

Los aspectos que despiertan mi curiosidad en Teresa son tantos que he decidido dividirlos en treinta y uno: un mes, por lo tanto, para estudiar (y para transmitir luego con todo mi entusiasmo o mis reservas) a la mujer, la escritora, la enferma, la reformadora, la mística, la rebelde, la enamorada, la niña frívola, la negociadora. Teresa resulta abrumadora, en su conjunto, si no se aborda poco a poco. Como todos los misterios, he finalizado con la impresión de apenas haber comenzado a entenderla.

Pero por suerte, tenemos un año por delante para ello.

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