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Ramón y la travesura

Carlos Marzal  |  Firma invitada · Mercurio 158 - Febrero 2014
  • In Firma invitada · Mercurio 158
  • — 26 Ene, 2014
De algunos autores se ha dicho con razón que representan ellos mismos, más que una obra, toda una literatura. Cuando uno los lee se da cuenta de que son el resultado de un acarreo cultural, de una síntesis y, a la vez, de un ensanchamiento de la tradición. Sucede con ciertos grandes clásicos del pasado y del presente. Con un parecido espíritu generalizador podríamos decir que algunos autores, antes que poseer su propio espíritu, parecen encarnar el espíritu de una época literaria concreta, sometida a sus caprichos, a sus modas, a sus descubrimientos. Ramón Gómez de la Serna es uno de estos últimos: más que un escritor de época, es toda una época de los escritores. De los escritores y de los artistas en general. La época de las vanguardias.

El vanguardismo, con todos sus creadores, con todas sus obras, con todos sus manifiestos programáticos, con todos sus aspavientos fue, en especial, una actitud (que un vanguardista hubiese impreso en mayúsculas y con varios signos de exclamación, ¡¡¡ACTITUD!!!, para que sonase con la debida energía vanguardista). El vanguardismo fue una forma de instalarse en lo real descreyendo de lo real mismo, desconfiando de ello, y cometiéndolo mediante una disposición espiritual de esencia humorística. Las vanguardias históricas —que después evolucionaron hacia mil rutas distintas, en especial en las artes plásticas— no se comprenden en absoluto sin un radical componente de gamberrismo (que rima con vanguardismo, con ramonismo y con todos los ismos del momento).

Ramón es el abanderado —casi el único, hasta las últimas consecuencias— de ese talante travieso ante el Arte y su legado. A Ramón, por escrito o fuera de su Torre en la calle de Velázquez (que era la leonera desastrada de un niño juguetón), uno se lo imagina siempre subido en un elefante para dar conferencias, o en el estanque del Retiro, a bordo de una barca de remos, pronunciando un discurso sobre el alma a los pececillos de colores. Su obra, que supone por encima de todo Escritura sin género concreto, es el resultado de un punto de vista especial: el de quien mira el mundo con monóculo, poniendo cara de prohombre adusto, mientras se mete la mano napoleónica en el pecho, para que le veamos al mundo sus entretelas y esbocemos una sonrisa beatífica. No ha habido nadie en la tradición reciente (tal vez Pablo Neruda, siendo un temperamento y un escritor muy distinto) tan enamorado de la realidad, de las cosas. Nadie ha sabido ver como Gómez de la Serna cada objeto, cada nimiedad, cada bagatela como un universo perfecto y suficiente. Él es el cantor por antonomasia del abarrotado mundo humano.

Los historiadores del arte dicen que la guerra del 14, con su abrumadora dosis de realidad, pesimismo y cadáveres, acabó con la Belle Époque y con el corazón de las vanguardias históricas. Pero lo cierto es que Ramón nunca dejó de ser él mismo. Jamás pudo resultar trágico, ni queriéndolo. Jamás consiguió parecer descarnado, algo que no pretendió.

Ramón no es las greguerías, pero las greguerías son fundamentales para entender a Ramón: su manera de vivir como excusa para escribir, su sistema de observación sobre la materia, la raíz traviesa de todo lo que hacía. A veces genial y a veces genialoide. A veces hondamente superficial y a veces superficialmente hondo. Alegre siempre, como solo los niños saben serlo. Ramón el apache. Ramón el payaso. Ramón el torero. Ramón la momia. Ramón el esqueleto. Ramón y sus disfraces, para resultar siendo Ramón en cada página suya.

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