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Zenobia, la sombra luminosa

EVA DÍAZ PÉREZ  |  Firma invitada · Mercurio 157 - ENERO 2014
  • In Firma invitada · Mercurio 157
  • — 28 Dic, 2013
Sí, quizás era una sombra luminosa detrás del genio. Una de esas criaturas invisibles que hacen posibles las cosas, pero que luego se retiran discretamente, sin hacer ruido. Como un fantasma benefactor. Y, sin embargo, escribió en sus Diarios: “Es demasiado no poder vivir la propia vida”. Zenobia Camprubí es un personaje deslumbrante precisamente por su vocación de invisible. La mujer que hacía más feliz la vida de Juan Ramón Jiménez es un personaje poliédrico e inclasificable, una pura paradoja. Desde su juventud despuntaba con ese perfil independiente y libre de las mujeres ilustradas de comienzos del siglo XX, que intentaron cambiar las cosas dándoles la vuelta a las etiquetas y escapando de la cárcel del hogar.

Zenobia

Zenobia Camprubí.

Zenobia había recibido una educación exquisita y cosmopolita. Forma parte de esa generación de mujeres brillantes que cuajaría en la Segunda República y que fue aniquilada por la dictadura franquista en pro de la mujer sumisa, tan de moda otra vez. Paradojas de nuestra triste historia. Zenobia montó un negocio de muebles y de pisos que alquilaba a extranjeros y diplomáticos y fue secretaria del Lyceum. Zenobia lee, piensa, es independiente, publica, traduce a Tagore y, sin embargo, ¿por qué decide plegar su vida y guardarla en un armario para dedicarla a otra persona? Confieso que para mí siempre ha sido un misterio esta elección masoquista por la que optan muchas mujeres. La mujer sacrificada que se ocupa de los detalles pragmáticos de la vida cotidiana para no molestar al que piensa, al que trabaja. Cuando Zenobia estaba muy enferma y viajó sola a Boston para ser operada del cáncer que la mataría, se ocupó de dejar a Juan Ramón los sobres con la dirección del hospital para que el poeta no tuviera que molestarse al escribirle. ¿Amor? ¿Masoquismo? No hay duda de que ella hizo posible la creación del espacio ideal para que el genio pudiera dedicarse a escribir. Qué lujo. Pero ¿cómo habría sido Zenobia si no hubiera dedicado su vida a cuidar de Juan Ramón?

Podríamos imaginar que Zenobia es como una de esas heroínas del pasado que inventan los malos novelistas. Versiones impostadas de mujeres que en la Edad Media piensan como sufragistas o incluso como feministas post 68. Pero Zenobia se sale de todas las etiquetas. Y, sin embargo, ahí está esa frase: “Es demasiado no poder vivir la propia vida”. ¿Cuántas veces le rondaría la cabeza ese pensamiento? El sendero por el que habría transitado su vida si no hubiera decidido ser la sombra amable de Juan Ramón, la vida apócrifa de Zenobia. Pero no se trata de plantear un melodrama femenino. Zenobia escogió y fue feliz. Hasta es fácil imaginar sus últimos días en el hospital cuando recibe la noticia de que Juan Ramón ha ganado el Nobel. Era la recompensa a su esforzado itinerario. Juan Ramón murió al poco, incapaz de hacer frente a las aristas de la vida sin que Zenobia se las limara.

Zenobia fue un ser especial. Y es indudable que está dentro, detrás y sobre cada uno de los versos de Juan Ramón. Está cuando Juan Ramón comprende la tragedia hondísima del desterrado: descubrir que no importa perder la patria sino la lengua. Está en las estampas pintorescas en la casita de Hato Rey en Puerto Rico conduciendo el chevrolito verde. Y está en la biblioteca de la Universidad de Río Piedras en Puerto Rico, en la sala con los libros que el poeta donó a la institución, con los muebles diseñados por ella para que fueran similares a los de la biblioteca saqueada en Madrid. Siempre construyendo el paraíso para el genio, curando su nostalgia y solo a ratos dedicándose a ella misma en las consoladoras páginas de su diario.

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