Chicas raras
La obra primera y famosamente precoz de Ana María Matute tiene una curiosa historia editorial, caracterizada por el temprano reconocimiento y la discordancia entre las fechas de escritura y publicación. Su estreno en la distancia larga vino de la mano de Los Abel, finalista del premio Nadal en 1947 —el año que lo ganó Delibes—, pero antes había terminado, siendo apenas una adolescente, Pequeño Teatro, que se llevaría el Planeta más de una década después, en 1954. Entre tanto la censura había rechazado su tercera novela, Luciérnagas, y la que hacía la cuarta, Fiesta al Noroeste, ganó el Café Gijón en 1952. Esa tercera novela se publicó después, severamente expurgada, en 1955, con el título de En esta tierra, pero la autora se arrepintió de haber cedido a los requerimientos del censor y nunca permitió que se reeditara, hasta que apareció reescrita a principios de los noventa. En el prólogo a esa versión restituida, disponible ahora en Austral, recordaba Esther Tusquets las difíciles circunstancias personales —con motivo de la muerte de la narradora se ha vuelto a escribir el nombre de su primer marido Ramón Eugenio de Goicoechea, a quien aquella solía referirse como el Malo— que le llevaron a aceptar la publicación de la versión mutilada. En conversación con Marcos Ordóñez, reproducida en un capítulo de su muy recomendable Ronda del Gijón (Taurus), asociaba Matute, refiriéndose a esa primera etapa, la figura envilecida del innombrable Goicoechea, el ambiente “casposo” del Café y el “telón de mediocridad siniestra” que caracterizó el tiempo de la posguerra: “Todo era gris, amorfo, sin luz ni color, una vida en la que no pasaba nada”.
Nada pasaba o nada podía decirse, pero era posible ver —y contar— por los efectos. Luciérnagas no es una novela ideológica, aunque tenga la Guerra Civil como telón de fondo y describa una época terrible que pone de manifiesto la enorme distancia entre el sufrimiento de las familias acomodadas y la interminable noche oscura de quienes nunca han conocido otra cosa, pero sí comprometida, humanista y no en absoluto maniquea, como lo fue la obra con la que poco antes una jovencísima Carmen Laforet, que como es sabido nunca se recuperaría del éxito, había ganado la primera convocatoria del Nadal (1945). En su impecable edición de Nada (Crítica), explica Domingo Ródenas que la novela, entre otras novedades —junto al Pascual Duarte y en contraste con el estilo recargado de Cela, la ópera prima de Laforet representaría el “primer brote de inquietud técnica en la narrativa de posguerra”—, aportó un modelo femenino que influyó de forma clara y decisiva en varias escritoras incipientes, alejadas de los estereotipos dictados por el paternalismo autoritario: la propia Matute, Dolores Medio o, algo después, Carmen Martín Gaite. Y en efecto el rastro de Andrea, protagonista de Nada, es perceptible en Valba, la narradora de Los Abel, en Lena Rivero
—narradora de Nosotros, los Rivero, con la que Medio ganó el Nadal en 1952— o en las “muchachas poco convencionales” que aparecen en Entre visillos de Martín Gaite, que logró el mismo premio en 1957. Como una “chica rara” la había definido la salmantina en Desde la ventana (Espasa), un ensayo aparecido el mismo año (1987) que Usos amorosos de la posguerra española (Anagrama), donde ella misma hizo notar el ascendiente de la criatura de Laforet como paradigma alejado de la normalidad representada por las estrechas consignas de la moral franquista. “De ahora en adelante —escribe Martín Gaite— las nuevas protagonistas de la novela femenina, capitaneadas por el ejemplo de Andrea, se atreverán a desafinar, a instalarse en la marginación y a pensar desde ella; van a ser conscientes de su excepcionalidad, viviéndola con una mezcla de impotencia y de orgullo”. No es difícil imaginar el modo en que las propias escritoras debieron enfrentar ese mismo reto en un mundo —véanse los citados Usos— en el que imperaba el “ideal de la mujer austera y recatada” preconizado por la Sección Femenina, que reservaba la tarea de pensar o de crear a los varones y condenaba cualquier veleidad con el estigma de la extravagancia u otros peores. Bravas mujeres —“en general son chicas que tienen pocas amigas, que prefieren la amistad de los hombres”— en una sociedad arrasada en la que poco a poco se fue abriendo paso la luz, y a este respecto merece la pena recordar las espléndidas páginas en las que Martín Gaite evocó —Esperando el porvenir (Siruela)— su amistad con Ignacio Aldecoa. Ambos fueron buenos amigos y compañeros de Ana María Matute en los años duros: con ella y otros íntimos de entonces
—Agustín García Calvo, Rafael Sánchez Ferlosio, Carlos Edmundo de Ory— comentaban lecturas, trasegaban vinos o inventaban canciones por las tabernas madrileñas de Colmenares, Válgame Dios y Libertad, cerca de la pensión donde vivía Ignacio: “Sentaíto en la escalera, esperando el porvenir…” Y el porvenir no llegaba.
—narradora de Nosotros, los Rivero, con la que Medio ganó el Nadal en 1952— o en las “muchachas poco convencionales” que aparecen en Entre visillos de Martín Gaite, que logró el mismo premio en 1957. Como una “chica rara” la había definido la salmantina en Desde la ventana (Espasa), un ensayo aparecido el mismo año (1987) que Usos amorosos de la posguerra española (Anagrama), donde ella misma hizo notar el ascendiente de la criatura de Laforet como paradigma alejado de la normalidad representada por las estrechas consignas de la moral franquista. “De ahora en adelante —escribe Martín Gaite— las nuevas protagonistas de la novela femenina, capitaneadas por el ejemplo de Andrea, se atreverán a desafinar, a instalarse en la marginación y a pensar desde ella; van a ser conscientes de su excepcionalidad, viviéndola con una mezcla de impotencia y de orgullo”. No es difícil imaginar el modo en que las propias escritoras debieron enfrentar ese mismo reto en un mundo —véanse los citados Usos— en el que imperaba el “ideal de la mujer austera y recatada” preconizado por la Sección Femenina, que reservaba la tarea de pensar o de crear a los varones y condenaba cualquier veleidad con el estigma de la extravagancia u otros peores. Bravas mujeres —“en general son chicas que tienen pocas amigas, que prefieren la amistad de los hombres”— en una sociedad arrasada en la que poco a poco se fue abriendo paso la luz, y a este respecto merece la pena recordar las espléndidas páginas en las que Martín Gaite evocó —Esperando el porvenir (Siruela)— su amistad con Ignacio Aldecoa. Ambos fueron buenos amigos y compañeros de Ana María Matute en los años duros: con ella y otros íntimos de entonces
—Agustín García Calvo, Rafael Sánchez Ferlosio, Carlos Edmundo de Ory— comentaban lecturas, trasegaban vinos o inventaban canciones por las tabernas madrileñas de Colmenares, Válgame Dios y Libertad, cerca de la pensión donde vivía Ignacio: “Sentaíto en la escalera, esperando el porvenir…” Y el porvenir no llegaba.