Épica de la democracia
No fue solo el gran poeta de Hojas de hierba, libro visionario que se ofrece como una suerte de complemento lírico —o más exactamente épico— a la propuesta de los padres fundadores, verdadero correlato en verso de los principios que inspiraron lo que Tocqueville llamaría la democracia en América. Cantor de la sagrada igualdad y también del individualismo, Walt Whitman es una figura fascinante por muchas razones —véase la esclarecedora biografía de Jerome Loving en Paidós—, pero su obra no se reduce a los poemas por los que será siempre recordado. Hace poco publicaba Cátedra, por primera vez entre nosotros, la novela Franklin Evans, el borracho (1842) en edición de Carme Manuel, un relato pintoresco y decididamente moralizante —de hecho se inscribe en el dudoso subgénero de la ficción antialcohólica, muy popular en la primera mitad del XIX— que el propio Whitman calificaría años después como “bazofia”. Presentado por Capitán Swing con una buena introducción general de George Kateb, Perspectivas democráticas y otros escritos contiene dos libros, el trasegado opúsculo que le da título —publicado en 1871 con la intención de rebatir la desconfianza de Carlyle respecto a la extensión del sufragio— y una serie de apuntes titulada Días cruciales de América (1882), donde el poco complaciente Whitman —que lo definía como “un revoltijo”— recopiló relatos, artículos y textos varios como su célebre conferencia sobre Lincoln o las desengañadas crónicas sobre la guerra de Secesión. Piezas todas sugestivas y a menudo clarividentes, pero cuya factura no desmiente la opinión extendida sobre las insuficiencias de su prosa.
Aparece por las biografías de Sartre, De Beauvoir, Aron o Camus —también en las memorias de Claude Lanzmann— como un joven brillante, batallador y excepcionalmente talentoso que los dejó demasiado pronto, apenas mediada la treintena. Murió en la desbandada de Dunquerque y poco antes había tenido la decencia de abandonar el Partido Comunista tras el pacto Molotov-Ribbentrop que propició el reparto de Polonia. Condiscípulo de la famosa pareja en la École Normal Supérieure, donde los tres se repartieron los primeros puestos en el riguroso examen de agrégation que habilitaba para enseñar filosofía, Paul Nizan publicó ensayos y novelas más o menos autobiográficas, pero sobre todo se volcó en el activismo. “Un meteoro”, lo llama Manuel Rodríguez Rivero en el prólogo a la nueva edición —la anterior la publicó Fundamentos en las postrimerías del franquismo— de Los perros guardianes (Península), belicoso pamphlet de 1932 que sorprende por su ferocidad contra los custodios del pensamiento académico —inocuo e idealizante, alejado de la realidad o de las exigencias de la Historia— desde una perspectiva radicalmente antiburguesa, compartida entonces por todo el arco totalitario. No en vano Nizan se había sentido atraído por los cantos de sirena del fascismo antes de ceder a la no menos fatal seducción de los soviets. Fue, en efecto, un precursor de los santos indignados, que señala a la vez los riesgos —si no se quiere acabar haciendo el juego a los partidarios de la tiranía— de una labor de demolición indiscriminada.
Entre los efectos indirectos de las dos grandes guerras, estuvo el de trastocar profundamente el universo de las relaciones conyugales en la retaguardia: viudas jóvenes y desasistidas, mujeres solas que buscaron la protección o el consuelo de otros hombres —o adolescentes, como en El diablo en el cuerpo del terrible Radiguet— o debieron afrontar el regreso de maridos enfermos o mutilados, como en 14, la última entrega de Echenoz. En Karl y Anna (1927), la breve y hermosa novela de Leonhard Frank que ha reeditado Errata Naturae, ambientada asimismo en el caos de la Primera Guerra Mundial, son dos hombres los que disputan el amor de una mujer, con la peculiaridad de que uno es su esposo y el otro —con el que aquel ha compartido cautiverio— no ha sabido de ella más que por los relatos de su amigo. Por tratar un tema todavía tabú, y también por su limpia y poderosa escritura, la novela tuvo éxito internacional y sería llevada al cine dos veces, la segunda en un filme norteamericano (Desire Me, 1947) dirigido por varios directores —entre ellos George Cukor— que tras un rodaje de lo más accidentado se negaron a firmar su trabajo. En relación con Frank, un valeroso pacifista que había ejercido todo tipo de oficios antes de dedicarse en exclusiva a los libros, el colofón de los editores informa de un episodio anecdótico pero revelador de su carácter, ocurrido cuando tras el hundimiento del Lusitania por obra de un submarino alemán que provocó la muerte de más de un millar de civiles, el autor abofeteó a un periodista que pedía un brindis a los clientes de un concurrido café berlinés. Ese bello gesto, concluyen, lo condujo a la vez al exilio y a la literatura.