En la orilla
Años luz
James Salter
Trad. Jaime Zulaika
Salamandra
382 páginas | 19 euros
Si el físico Richard Feynman decía que una onda sonora deja una traza en un árbol, aunque nadie pueda verla nunca, también podemos decir que nuestras vidas dejan una especie de traza en el tiempo, y aunque ya nadie pueda verla porque todo lo que hemos sido y hemos hecho se ha desvanecido por completo, esa traza permanece en algún sitio, y solo el sutil oído de los físicos —y de los novelistas— puede capturarla y revivirla. Y esto es lo que hace James Salter con las vidas de Viri y Nedra Berland en Años luz.
A primera vista, Años luz retrata la vida de un matrimonio (Viri y Nedra) que vive con sus dos hijas en una bonita casa de campo, a orillas del río Hudson, desde finales de los años cincuenta hasta mediados de los setenta. En principio, Viri y Nedra lo tienen todo para disfrutar de una existencia idílica. Pero Viri quiere tener éxito como arquitecto, y no lo tiene (ni hace mucho por tenerlo). Y Nedra quiere encontrar su libertad, y no la encuentra. Esto podría ser el argumento “visible” de la novela. Pero en realidad lo que ocurre no es lo que queda a la vista, sino lo que tiene lugar bajo la superficie, allí donde no sabemos muy bien qué les pasa a los personajes. Porque esta novela está construida con la materia volátil que flota en nuestras mentes y en nuestros estados de ánimo, como ocurre con esa extraña felicidad que sentimos a veces, tomando el sol en el jardín o sentados con los nuestros frente a una chimenea de piedra, y que nos resulta dolorosa porque sabemos que no va a durar, o porque intuimos que no podremos soportarla si dura demasiado.
La novela no tiene una estructura lineal ni una trama aparente. Viri y Nedra y sus amigos y amantes se embarcan en conversaciones que a veces nos interesan y a veces nos aburren. Los personajes secundarios aparecen y desaparecen sin que sepamos qué pasa con ellos —como en la vida misma—, porque Salter ha querido darle a su novela una estructura fluida que pueda atrapar mejor nuestra percepción de los sucesos. Estas peculiaridades pueden parecer errores o torpezas, pero no lo son en absoluto, porque en Años luz todo parece fluctuar, como la vida, como el tiempo, y eso es justo lo que el lector necesita sentir.
Los rumores aseguran que James Salter, que publicó la novela en 1975, se inspiró en la vida de su familia y de sus vecinos de New City, en las riberas del Hudson, cuando vivía con su primera mujer y sus hijas en un mundo de familias “todas jóvenes, sin cicatrices” (lo cuenta en sus memorias, Quemar los días). Pero Años luz cuenta justamente cómo van apareciendo esas cicatrices, y cómo esas familias que parecían eternamente jóvenes dejan de serlo y se dan cuenta de ello como si todo hubiera ocurrido en una sola noche, igual que en una sola noche se caían las hojas de los olmos que bordeaban la carretera.
Años luz es una novela de una tristeza aplastante, pero lo asombroso es que esta tristeza está traspasada de vida y belleza y calidez. El lector siente que ha compartido la vida de esa pareja, ha presenciado sus mentiras y sus traiciones, pero también sus hermosos momentos de compenetración y de alegría compartida. “Sucede en un instante. Todo es un largo día, una tarde interminable, los amigos se marchan, nos quedamos en la orilla”. Ahí está el secreto de la novela de Salter. Todo es presente y todo es plenitud, y a la vez todo es algo que ya no existe. Estamos aquí, con los amigos, en una granja con una tortuga y dos hijas; pero de pronto ya nada de eso es real, y la única traza que queda de nuestra existencia es la tortuga, en cuyo caparazón nosotros mismos —que ya ni siquiera nos acordábamos— habíamos dejado grabadas nuestras iniciales. Y ahora ya no nos queda nada, y estamos para siempre en la orilla.