Contar la vida
Los ingenuos
Manuel Longares
Galaxia Gutenberg
240 páginas | 18, 50 euros
Por muy oscuros que sean los tiempos, siempre entrará un poco de luz que sirva para alimentar las ilusiones. Hasta en los patios más sombríos, en las ventanas de las entreplantas más cercanas al suelo, vemos macetas con geranios, esa planta sufridora que se agarra a la vida con la desesperación del superviviente. Bien podría establecerse una comparación entre las ilusiones de la gente, las esperanzas que guarda en su interior y las flores que adornan balcones y jardines. Manuel Longares lo hace. Los personajes de Los Ingenuos cultivan geranios en su alma porque saben de su resistencia, de su persistencia en florecer, de su aguante ante las sequías, aunque no se rieguen más que cuando llueve y esa lluvia, las más de las veces, se convierta en aguacero.
En Los ingenuos, la última novela del también autor de Soldaditos de Pavía y Romanticismo, Longares hace deambular a sus personajes por los aledaños de la Gran Vía madrileña en tres momentos históricos de la vida española. Tres actos que confieren a la novela un carácter teatral, tres visiones casi fotográficas que, sin embargo, poseen la fuerza suficiente —el oficio del escritor logra ese maravilloso truco de magia— como para crear en el lector la sensación de que conoce al dedillo la vida de los protagonistas. A finales de los años cuarenta, a Madrid llegan trenes cargados de emigrantes de provincias, como se decía entonces, decididos a ganarse la vida. En sus maletas de cartón, primorosamente doblados en papel de estraza, guardan sueños. Longares elige, entre la multitud que se desperdiga por las calles más humildes de Madrid, a un grupo de aragoneses que cada tarde se reúne en la taberna “El Mañico”, en la calle Infantas donde cantan jotas, sueñan bajito con cosas como el amor, el sexo, un buen trabajo… Ingenuos, que sólo la ingenuidad permite tales alegrías para el espíritu en la España grande y libre de los cuarenta. A Gregorio Herrero, casado con Modesta Sánchez, porteros de un inmueble de esa calle Infantas —la espalda menesterosa de la Gran Vía que también sueña ingenuamente con ser cosmopolita—, le gusta el cine y vislumbra la posibilidad de convertirse en guionista. Ilusiones asentadas en la ingenuidad, tan necesaria para ir viviendo, que Longares, caritativo a la mejor manera cervantina, consiente que sus personajes rieguen como a geranios en minúsculas macetas.
Pasa el tiempo. Los historiadores dirán que han ocurrido cosas, pero estas calles, plagadas de putas, de porteros y de curas, parecen las de hace veinte años. El tiempo pasa más despacio para las personas que para la Historia. Años sesenta. Los hijos de Gregorio y Modesta, Goyo y Modes, heredan ilusiones porque no hay otro legado, una portería no da para más. Goyo quiere ser actor, Modes se enamora de un hombre mayor, antiguo maestro, intérprete de teatro clásico, de oscuro pasado político. La novela va, poco a poco, abandonando un cierto aire costumbrista para buscar el esperpento. Valle-Inclán puede aparecer en cualquier esquina, salir de cualquier prostíbulo. Esa sensación se acentuará en el tercer acto: Franco agoniza como un animal mitológico al que se le van amputando miembros. ¿Qué modernidad podrá salir de ahí? Curiosamente, es en ese momento de la novela cuando la ilusión tiene menos razón de ser. “Mañana, igual que ayer”, murmura Modesta para poner fin al relato.
Los ingenuos tiene ecos de Las cuatro esquinas, su anterior libro. “Contar la vida”, que diría su amigo Luis Mateo Díez, aunque esas vidas no alcancen grandeza más que porque las cuenta Longares, dueño de una prosa exquisita, de un saber literario que es capaz de convertir un humilde geranio en la más deslumbrante de las camelias.