El botín del siglo
Los hombres del 98 habían descrito el escenario, pero los del 14 querían redactar el guión e interpretarlo, sustituyendo la letanía de la decadencia por una propuesta de acción
Despertaron a la inquietud razonadora cuando caían las últimas hojas de la gloria patria, mientras toda una España con sus gobernantes y gobernados estaba acabando de morir y una guerra eurocéntrica trataba de dilucidar la hegemonía internacional entre el imperio británico y sus aliados franceses contra la emergente Alemania, que aspiraba a desbancar a ambos. Son los Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Salvador de Madariaga, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Eugenio D’Ors, Pérez de Ayala, Gómez de la Serna… que entraron en escena el mismo año de la Semana Trágica, pisando los talones a una generación que había derramado lágrimas por la decadencia y muerte de España y suspirado por su resurrección. Son los jóvenes a quienes, en 1912, se dirige Antonio Machado, roto su ensueño del 98, después de que Unamuno, Azorín, Valle-Inclán o Baroja se hubieran refugiado en el subjetivismo más rígido, dedicando sus energías a la obra propia:
Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre
la voluntad te llega, irás a tu aventura
despierta y transparente a la divina lumbre,
como el diamante clara, como el diamante pura.
No es ningún azar que apenas dos años después de la publicación de este poema, la generación de la rabia y la idea, como la definiera el propio Machado, firmara un manifiesto convocando una Liga de Educación Política. Los hombres del 98 han descrito el escenario pero los del 14, con Ortega a la cabeza, quieren redactar el guión e interpretarlo. Nueva contra vieja política. Lo vital, sincero, fresco… frente a lo fenecido, falso, viejo… El pasado debía olvidarse para levantar un país en el que lo racional ocupase el lugar de lo tradicional. La “razón creadora de Azaña”, comparable a la “razón histórica” de Ortega, podría ser el gran instrumento de catarsis nacional. Para ello, el intelectual no debía ser un profeta como pensaba Unamuno; había de compartir las aspiraciones populares y ejercer una militancia política activa. Un país moderno y tolerante, libre de las corruptelas del poder, con una legislación social avanzada y una enseñanza de vanguardia constituyó el ideal de los nuevos arbitristas de la generación del 14.
Tras el Desastre del 98, el antagonismo de las dos Españas —la oficial y la real— había inspirado un hondo deseo de regeneración con diversas manifestaciones sociales y políticas. Las más destacadas serían las encabezadas por los gabinetes del conservador Antonio Maura y el liberal José Canalejas, embarcados en una imposible revolución desde arriba. Pero la defenestración de Maura, como consecuencia de su torpe represión de la Semana Trágica, y el asesinato de Canalejas llevaron al sistema de la Restauración a un verdadero callejón sin salida.
—¡Despertemos! —seguían gritando a coro los intelectuales en 1914—. ¡Aprendamos de Europa! ¡Miremos a Europa! Y entonces ocurrió lo que nadie esperaba: la Primera Guerra Mundial. Las naciones avanzadas de Europa arrastraron al mundo a la mayor carnicería jamás vista hasta entonces. Alfonso XIII comprendió en seguida los inconvenientes de tomar partido en la batalla que sembraba de cadáveres los campos del viejo continente y declaró la más estricta neutralidad de España en la contienda.
Un país moderno y tolerante, libre de las corruptelas del poder, con una legislación social avanzada y una enseñanza de vanguardia constituyó el ideal de los nuevos arbitristas de la generación del 14Paz de armas, pero no de ideas, ya que la Gran Guerra alteró el país ideológicamente al dividir la opinión pública en aliadófilos y germanófilos. La Iglesia, el ejército, el partido conservador, la gran burguesía agraria, que veían en el II Reich la encarnación del orden y la paz, tomaron partido por las potencias centrales, en tanto el partido liberal, los republicanos y los socialistas defendieron la causa aliada porque Francia representaba la libertad y los derechos del hombre y, para los artistas, el tan anhelado prestigio creativo de París. Las potencias beligerantes serían las que con mayor intensidad activasen los mecanismos de la corrupción informativa para su labor de propaganda en el apasionado foro de la prensa española, a la que las noticias bélicas hicieron aumentar sus tiradas. El dinero llegó generoso a publicaciones de orientación política, que con grandes dificultades podían mantenerse, e incluso algunas antiguas cabeceras vieron la luz de nuevo para desaparecer al término del conflicto. La mayoría de los periódicos se inclinó por la neutralidad, secundando la declaración del gobierno, pero les resultó imposible ocultar sus preferencias por uno u otro de los contendientes. Pese a promover una plataforma de 160 periódicos defensores de la neutralidad, el ABC fue acusado de germanófilo por el entonces redactor de El Liberal, Luis Araquistáin.La consecuencia más importante de la guerra mundial fue la brusca alteración de la economía, con alzas de precios, desorganización del mercado interior y enriquecimientos súbitos. De nuevo la suerte se fijó, sobre todo, en los industriales bilbaínos y catalanes, llamados ahora a satisfacer las necesidades de los países contendientes. Los precios de las mercancías se desbocan multiplicándose los beneficios; especialmente elocuentes serán los resultados de las navieras, cuyo número se amplía al compás de sus escandalosos dividendos, y los de la banca que empieza a diversificar sus ingresos al erigirse en promotora de nuevos negocios.
Madrid era entonces una ciudad cosmopolita, refugio de apátridas de media Europa y capital de espías, agentes furtivos, especuladores, arribistas y empresarios sin escrúpulos. En esa atmósfera de negocios y turbias inversiones, la burbuja de la prosperidad económica promovida por la neutralidad sirvió fundamentalmente para redondear las fortunas de la burguesía, que no dejó a los demás ni las migajas del gran botín del siglo, y para incrementar el coste de la vida y disparar la conflictividad social.
El ruido por la carestía de vida llegó también al ejército, donde las clases medias militares se amotinaron contra los salarios menguantes, la roña del armamento, la sangría de la guerra de Marruecos y el tráfico de influencias en el escalafón, al que no era ajeno el mismo rey. Retumban los cuarteles y el movimiento sindical se nutre del resquemor de la clase obrera agobiada por la inflación. Fue entonces cuando los socialistas y anarquistas creyeron que había llegado la hora de lanzar la huelga general con la que venían soñando desde hacía tiempo para forzar la caída de la monarquía. La acción revolucionaría estalló en agosto de 1917, liderada por el PSOE y UGT. Contra lo que habían esperado los organizadores, la burguesía republicana, atemorizada, no respondió, los campesinos estuvieron ausentes y el ejército decapitó la insurrección tras una semana de durísimos choques con los huelguistas en las calles de Barcelona, Madrid, Vizcaya o Asturias.
Entre 1918 y 1921, las revueltas de los labradores extremeños y andaluces resuenan en España, amplificadas por los ecos triunfantes de la revolución bolchevique y los gritos que exigen el reparto de tierras. Mientras tanto el crimen social arrojaba terribles balances en los barrios de Barcelona y el vals de los ministerios, con un nuevo gobierno cada cinco meses, hacía crecer la confusión y el descrédito de la política. Al final, los ideales y las esperanzas iniciales de la generación del 14 que Ramón Pérez de Ayala narró con amarga ironía en Troteras y danzaderas tropezarían en una España estrangulada por los extremismos, donde la cauta y asustada burguesía habría de desertar de su quehacer histórico para dejar campo libre a las soluciones autoritarias. Desde la plataforma del Ateneo de Madrid, auténtico corazón cultural del país, lo mejor de la generación del 14 otea el horizonte político de España en tanto se prepara a recibir en 1931 la esperanza republicana.