La seducción permanente
La casa de hojas
Mark Z. Danielewski
Trad. Javier Calvo
Pálido Fuego & Alpha Decay
736 páginas | 29, 90 euros
Allá por 1967, John Barth escribió un ensayo que hizo época, La literatura del agotamiento. En él, grosso modo, venía a decir que ya todas las historias estaban contadas, que la literatura sucumbía exhausta por un exceso de autoconciencia, y que el único tema plausible era dar cuenta de ese cansancio de siglos. Barth había escrito en 1960 El plantador de tabaco, su particular homenaje a El Quijote, Cándido y Tristram Shandy, y publicaría en 1972 Quimera, su personal lectura de la fábula de Scherezade, así que, entre líneas, cabía deducir que su apocalíptico manifiesto ante un ocaso de la ficción ocultaba una defensa de las líneas maestras que vertebraban su propia tarea. Porque en realidad el corpus narrativo de Barth supone un magnífico alegato contra el agotamiento, toda vez que lo que el escritor norteamericano ha logrado con sus novelas es recordarnos que, aunque todas las historias ya estén contadas, basta narrar los viejos relatos de forma novedosa para que se conviertan en algo distinto.
Conviene tener presente este texto hoy clásico a la hora de ponderar La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski, un libro heredero, de esa fatigada autorrepresentación del escritor, que ha sabido combinar los materiales de la tradición seminal norteamericana: los monstruos sagrados de Melville; los vagabundos culpables de Hawthorne; las casas devastadas y los manuscritos encontrados de Poe, con algunos de los mayores iconos del imaginario universal como el laberinto (símbolo del orden pero también de su decadencia inevitable, desde sus albores en el relato minoico hasta su exaltación en las páginas de Borges), completándolos con dos de los más importantes veneros de la literatura actual: la recurrencia a la imagen como nudo gordiano de cualquier discurso contemporáneo, y la presencia de la metaficción, el apropiacionismo y la farsa como estrategias reveladoras de la ficción posmoderna.
Uno de los grandes méritos de Danielewski consiste en habernos embriagado otra vez con los viejos vinos ya degustados hace tanto, pero servidos en un odre nuevo y magníficamente dispuesto. La seducción de La casa de hojas es, en el fondo, la seducción permanente de la novela, un juguete inagotable que no muere por más que se publiquen manifiestos en memoria de su gloria pasada o por más que se nos convoque, un año sí y otro también, a sus inminentes funerales. Una seducción que, en el caso presente, brilla con luz propia gracias a una trama absorbente y adictiva, pues durante el tiempo físico que su lectura exige, mientras se discurre por los distintos niveles de la peripecia (la casa que crece por dentro, mientras su exterior permanece inalterable, la película de los Navidson, el manuscrito de Zampanò y las exégesis de Johnny Truant), resulta difícil, por no decir imposible, escapar al hechizo de esta novela en apariencia novedosa pero ciertamente venerable por la tradición a la que se vincula, de la cual se muestra heredera y a cuya estela, lejos de cualquier síntoma de agotamiento, se suma desde el valor de su empeño imaginativo y su esplendor formal.