Fernando Aramburu: “El escritor tiene la responsabilidad de expresarse en un lenguaje distinto al que emplea el poder”
—Su novela es un diálogo con el Lazarillo y los Sueños de Quevedo.
—Ese diálogo personal con la literatura siempre está en mis libros. Hay un episodio familiarizado con los Sueños en la manera de mirar al ser humano un poco despiadada y que se detiene especialmente en las lacras. En otro tramo, está también ese ingrediente de la picaresca, habitual en mi narrativa, que consiste en contar historias acerca de un personaje que se encuentra en una posición desfavorable y lucha por sobrevivir, por destacar, valiéndose de toda clase de tretas. Utilizo uno y otro para contar unas vidas dramáticas, tristes, pero con una voz que no se toma en serio lo que cuenta, como tampoco se toma en serio la lengua en la que escribe ni mucho menos el género que practica.
—Sin embargo, el lenguaje es muy rico y en gran parte irreverente ¿El lenguaje es una forma de transgresión literaria?
—Siempre he tenido el deseo de expresarme en una prosa que tenga sabor, que no se conforme con completar la comunicación sino que obedezca a criterios musicales. No tengo empacho en recuperar palabras perdidas o en inventar otras. En esta novela me he permitido numerosas licencias con las que he disfrutado mucho. Yo necesito escribir creando algo que no está en la realidad porque la literatura es un arte y, por tanto, debe aportar algo nuevo que no existía antes de haber terminado la obra. Disiento de los compañeros de letras que consideran que el lenguaje debe desaparecer durante la lectura, que el lector no debe detenerse en aspectos relacionados con el lenguaje y ha de entrar directamente en la historia para que, de ese modo, pueda creérsela como una verdad. Esto es superficial y reductor porque le pide al lector que renuncie a capacidades que puede tener. Yo procuro ofrecer un lenguaje que tenga todas las posibilidades de una paleta de color e historias que consisten en la voz que cuenta y que es la que determina la personalidad propia del texto.
—¿Por qué ha elegido unas jornadas poéticas para parodiar la naturaleza humana?
—El fin de la novela no es parodiar a nadie sino describir la naturaleza humana. Y la poesía favorece más la existencia de un mundo donde son muy habituales el narcisismo, las envidias, el afán de notoriedad, el desmelenamiento con el sexo, el alcohol, las drogas, y los criterios estéticos enfrentados. Todo esto hace que sea más sugerente caricaturizar las miserias humanas a través del mundillo literario, de la confusión de la carrera literaria con la literatura. La rivalidad entre movimientos estéticos no es exclusiva de España, aunque aquí, desde el Siglo de Oro, es natural que continúen formándose dos escuelas. El dualismo en una constante histórica en España.
—¿La poesía como el espejo cóncavo de Valle-Inclán para reflejar el esperpento?
—En gran parte sí. Hay una deformación exagerada de la realidad, una mezcla entre el mundo real y la pesadilla, una degradación de los personajes, descripciones que son “desprestigitadoras” del paisaje. Pero también hay bondad, encarnada por uno de los personajes al que le incomoda recibir afecto. Me preocupé desde el principio en mostrar a los personajes desde facetas distintas, de que no estuviesen sujetos a formas definidas. Incluso, en un momento dado, me gusta desmentir, poner en tela de juicio el juicio que el lector se ha hecho. Escribo teniendo en cuenta al posible receptor, calculando los efectos del texto en alguien que no conozco. Me gusta sentir que el lector está ahí.
—Este congreso o poetada, como se la denomina en la novela, está inspirada en las reuniones del grupo 47 alemán.
—En ese grupo estaban Günter Grass, Hans Enzensberger y Heinrich Böll entre otros escritores famosos. En sus reuniones leían poemas sentados en una silla a la que llamaban trono, igual que ocurre en la novela, concursaban y el que ejercía mayor poder determinaba el ganador que se daba a conocer a la prensa. Ganar era muy importante porque las editoriales les tiraban los tejos al ganador. Salir triunfante de aquellas jornadas suponía una consagración.
«No me resigno a ser un escritor camarero que va por las mesas escribiendo lo que el lector solicita. Yo busco cómplices»—Este gusto por la provocación lo reflejó en su primera novela sobre el grupo Cloc de Arte y Desarte fundado en 1977 y al que usted perteneció en su juventud.
—Es una faceta juguetona que arrastro conmigo desde antes de dedicarme a la literatura y de la que no puedo prescindir. Tiendo a hacer bromas y juegos que van desde contratiempos y enredos hasta la sátira. Entre los dos polos se mueve mi mirada sobre el mundo y gran parte de mi literatura, las novelas que escribo para poner a convivir a la gente. No me resigno a ser un escritor camarero que va por las mesas escribiendo lo que el lector solicita. Yo busco cómplices.
—Ávidas pretensiones es una novela coral pero tiene un narrador que está por encima de los personajes a los que descarna. ¿Por qué esa voz omnisciente y cruel?
—La finalidad es que el lector, a través de ese narrador, pueda introducirse en las ensoñaciones y los delirios de los personajes. Esto no se explica en la novela sino que se da con el mismo nivel de realidad que caracteriza a las demás tramas. Pero también los personajes se presentan mediante sus acciones, y el lector tiene la posibilidad de ver más allá de las intenciones. La novela lleva a cabo la paradoja de contar esas vidas dramáticas, pero con esa voz descreída que no se toma nada en serio. Esta paradoja me permite verter sobre la página formas sobre la visión de la novela, plantear tópicos como el planteamiento, el nudo y el desenlace y darles la vuelta con frases interminables, con la profusión de verbos y adjetivos, y con las moralejas finales.
—También transmite la sensación de escribir con una estructura muy calibrada.
—Aunque al principio escribo y dejo que el texto fluya, hasta esas cincuenta páginas con las que uno sabe si el juguete es válido, si funciona y si hay suficiente sustancia humana, me gusta tener una estructura fija. Esta es muy rígida. Tiene tres días y en cada día avanzan las pequeñas tramas, hay cinco líneas narrativas que se van alternando y en cada una el protagonismo lo llevan uno o dos personajes de los veintinueve poetas, entre los que los personajes femeninos son los más complejos. Esas tramas se van trenzando hasta desembocar en los cinco desenlaces.
—En la novela usted integra una cita de Félix de Azúa: “la poesía ha desaparecido de la vida pública desde que dejó de ser un instrumento de combate social”. ¿Está de acuerdo?
— Es terrible que la belleza o la risa no activen una crítica social. Que se prefiera la ira que conduce al desistimiento de la inteligencia. Me parece legítimo que alguien se encolerice ante las cosas terribles que están sucediendo, pero si quemas un contenedor estás combatiendo la injusticia con otra injusticia. No estás iluminando el pensamiento de los demás. En cambio, el cultivo de la poesía eleva la calidad de las personas, contribuye a que sean más complejas y tengan una visión más sutil de la realidad.
—¿Ocurre lo mismo con el humor?
— El humor tiene la capacidad de ridiculizar la soberbia de los demás, las posturas del autoritarismo y la corrupción. De ser un mecanismo crítico, aunque en España lo veo en una cantidad insuficiente. Pero lo más efectivo para ejercer la crítica y conocer cómo funcionan los mecanismos del poder es la educación. Es muy difícil que progrese un país donde no se cultivan la calidad de las personas ni las buenas maneras. Por eso el escritor tiene la responsabilidad de expresarse en un lenguaje singular, distinto al que emplea el poder. Es importante que el amante de los libros entienda que hay otra manera de contar, de sentir y de percibir lo que nos está pasando. Ese es el núcleo del verdadero compromiso del escritor.
—Usted tiene fama de escritor serio. ¿Cree que en España está menospreciado el humor?
—El menosprecio del humor es un problema de la sensibilidad de las personas que no se dan cuenta del inmenso valor que tiene en nuestra pasajera vida. El humor es un mecanismo sutil de inteligencia y una posición ante la vida, además de un excelente antídoto contra el fanatismo. Pero el humor también exige humildad, la capacidad de reírse de uno mismo. Las personas que no saben hacerlo me parecen sospechosas.