El lugar del ingenio
Con razón se ha dicho del humor que es el mejor conservante de la literatura, pero lo cierto es que en España no ha tenido un gran prestigio y todavía hoy sigue estando asociado, para ciertos críticos, a una fórmula menor o de mero entretenimiento, como si este último fuera incompatible con la ambición estética o como si la risa, en todo tiempo y en cualquier lengua, no fuera la mejor aliada de la inteligencia. Autores como Camba, Wenceslao, Mihura o Jardiel, entre muchos otros, demostraron que el citado prejuicio no tenía demasiado fundamento, pero antes y después de ellos ha habido entre nosotros sobrados exponentes de una literatura humorística de calidad, que no puede reducirse al burdo pasatiempo o la anécdota chistosa.
Entre los autores más destacados en este registro sobresale el nombre de Eduardo Mendoza, que discurre aquí sobre la gran tradición del humor inglés y su vertiente norteamericana. El novelista empieza por resaltar el papel desempeñado por Cervantes, que superó el marco de Rabelais, Chaucer o Boccaccio y supuso un paso decisivo en la dignificación del género a escala europea. Luego señala las diferencias entre las concepciones francesa e inglesa —o británica, porque no cabe olvidar la aportación de los irlandeses— y el hecho de que esta última, desvinculada del poder, se centra sobre todo en las costumbres y la naturaleza humana. El proverbial wit de los ingleses, ligado a la memorable figura del doctor Johnson, floreció de modo particular en el siglo XVIII, pero sobrevivió a la enojosa solemnidad de los románticos y no ha dejado de fecundar buena parte de la mejor literatura de las Islas, con una variante más salvaje y directa —visible también en el cine— al otro lado del océano.
En relación con la literatura española, dos narradores actuales que se han acercado al humor sin complejos y con excelentes resultados, Antonio Orejudo y Fernando Iwasaki, reaccionan frente a la cortedad de miras de quienes aún desconfían del ingenio. El primero muestra su perplejidad por lo que llama la «penalización del humor» en una tradición, como la nuestra, cuyos clásicos lo practicaron con admirable desenvoltura. Demasiados lectores, sin embargo, y no solo una parte de la crítica, recelan, al menos de puertas afuera, de los libros que hacen reír, como si el aburrimiento fuera algo deseable o implicara una forma superior de disfrute. El segundo, que apunta asimismo a la saludable función deslegitimadora del humor, en la medida en que cuestiona los valores establecidos o políticamente correctos, anota una completa nómina de autores felizmente en activo, casi medio siglo de buena literatura que pone de manifiesto la continuidad de un linaje ineludible, a la hora de ensayar un balance de las últimas décadas.
Con antecedentes que se remontan hasta dos siglos atrás, el humor gráfico ocupa un lugar relevante en esta historia, a menudo vinculada al combate por la libertad de expresión frente a la censura, como nos recuerda un experto conocedor de la materia, Luis Conde, que recorre la constelación de revistas satíricas desde los tiempos de La Codorniz hasta hoy mismo. Como muestras de la vitalidad del género, cierran el panorama Fernando Aramburu, entrevistado por Guillermo Busutil con motivo de la reciente concesión del premio Biblioteca Breve a una novela satírica donde caricaturiza al gremio de los poetas, y Marta Sanz, que analiza al impagable protagonista de su reciente serie negra y aprovecha para reivindicar el humor zafio frente a la ironía exquisita. De una u otra manera —porque no existe una única forma de cultivarlo— el humor es un ingrediente obligado a la hora de elaborar un discurso crítico, que se aleje por igual de la complacencia y de la monserga adoctrinadora.