Prohibido reír
Aunque pocos escritores o críticos reconozcan sus prejuicios, resulta enigmática la penalización del humor en una literatura que arranca de Fernando de Rojas, el autor del ‘Lazarillo’ o Cervantes
En qué momento se jodió el Perú?”, se preguntaba Zavalita al comienzo de Conversación en La Catedral, la novela de Vargas Llosa. Lo mismo podríamos preguntarnos nosotros de la literatura española, ¿en qué momento se fastidió? ¿En qué momento una tradición literaria tan alegre, tan gamberra, tan sarcástica y carnavalesca como la castellana se convirtió en una literatura triste y sombría? ¿Cuándo empezó a confundirse aquí lo serio con lo aburrido? ¿Cuándo se prohibió la risa en la literatura española?Resulta enigmática la penalización del humor en una tradición literaria que arranca con el risueño Libro de buen amor, continúa con la risa sardónica de La Celestina, avanza con las irónicas burlas del Lazarillo de Tormes y alcanza su máxima expresión con el paródico Quijote, al que ya entonces le costó alcanzar el reconocimiento pleno de la crítica seria.
Autores como Wenceslao Fernández Flórez o genios como Jardiel Poncela y Miguel Mihura, que serían glorias nacionales si hubieran nacido en otro país, aquí fueron ignorados a partir de la muerte de Franco porque al baldón de su ideología política añadieron el imperdonable error de haber escrito algunas de las páginas más hilarantes de la historia de la literatura española. Ahora que la tontería adolescente de la Transición se nos está pasando, empezamos a volver los ojos hacia la obra de estos escritores proscritos.
Entre los vivos, es Eduardo Mendoza quien sufre ahora los rigores de la prohibición. Su literatura ha sido dividida en libros mayores y libros menores; y entre estos se ha incluido —cómo no— El misterio de la cripta embrujada. Pero esa novela de Mendoza no tiene nada de menor, por desternillante que sea; todo lo contrario: es uno de los experimentos literarios más ambiciosos de los últimos años, que intentó fundir la picaresca española con la novela detectivesca anglosajona.
Naturalmente, pocos escritores o críticos reconocen su prejuicio contra el humor. El único que lo ha manifestado abiertamente es el alemán Peter Handke, que en una vieja entrevista reconocía no sentirse cómodo con los libros que hacían reír. En España nadie estaría dispuesto a declarar algo así. Aquí todos, incluso los más severos, se declaran partidarios del humor. Pero del humor inteligente, añaden algunos con una coletilla que los delata; como si la condición natural del humor fuera la estulticia.
En España, donde lo oscuro ha sustituido a lo profundo y la ñoñería se confunde con la sensibilidad, la risa no gusta porque disuelve la impostura. Y disuelve también el miedo, la principal herramienta de todo poder para mantener su supremacía. Miedo al terrorismo en el caso del poder político y miedo a no ser considerado culto en el caso de la institución literaria.
Pero no les echemos la culpa de todo a los críticos. Al lector corriente tampoco le gusta reírse con los libros, por más que en público sostenga lo contrario. El lector español tiene una idea penitencial y elitista de la literatura; y más que leer, lo que le gusta es haber leído y sobre todo verse a sí mismo desde fuera con un libro serio en las manos. O por lo menos gordo y pesado, algo que no esté al alcance de cualquiera. Si un libro hace reír, y por lo tanto resulta accesible, leerlo pierde mérito, y deja de proporcionar placer.
Como me dijo en cierta ocasión un escritor consagrado, a los lectores no les gusta que los escritores seamos felices; ellos prefieren que la literatura y el arte en general nazca del sufrimiento y del dolor, que tienen mucho más prestigio que la felicidad. Antonio —me recomendó con gravedad—, no sonrías nunca en la foto de la contracubierta.