Mitos del siglo XX
Que J.D. Salinger, más allá de sus excentricidades, fue un narrador excepcional, es algo que puede comprobar cualquiera que se acerque a sus libros publicados, a la espera de conocer esos otros que al parecer dejó escritos y de los que tenemos solo constancia indirecta. Cosa distinta es su leyenda, que a muchos seduce pero a otros, no sin razón, provoca un cierto hartazgo. Tras la reciente lectura de la semblanza de Kenneth Slawenski —J.D. Salinger. Una vida oculta (Galaxia Gutenberg)— y con el vago recuerdo de las truculentas confesiones de su hija Margaret A. Salinger —El guardián de los sueños (Debate)—, conocemos ahora el Salinger (Seix Barral) de David Shields y Shane Salerno, un volumen coral que se presenta como definitiva aproximación al mito. Hay algo desagradable en la atracción que los perturbados, entre los que quizá se contaba él mismo, han sentido por la tortuosa personalidad de Salinger, pero desvelar sus traumas no equivale en este caso a un ejercicio de vano psicologismo. Del trabajo documental de Shields y Salerno destaca la originalidad de su estructura —dividida en cuatro partes que reproducen el camino descrito por la variante del hinduismo que profesaba el novelista, desde el aprendizaje hasta la renuncia— y sobre todo la narración en forma de puzle ensamblado con los testimonios de sus amigos, editores, colegas o compañeros de armas. La propuesta es atractiva, aunque no todas las opiniones sean igualmente relevantes. El conjunto, sin embargo, tiene un valor indudable y aporta luz no usada sobre experiencias clave —más interesantes, por cierto, que la debilidad de Salinger por las jovencitas— como el conocimiento directo de los horrores del Holocausto o su conversión a la filosofía del vedanta.
Doce años después de la primera edición de los Diarios de Alejandra Pizarnik, en el mismo sello (Lumen) y al cuidado de la misma editora (Ana Becciú), ve la luz una segunda, aumentada, que revisa la anterior y añade en apéndice los textos completos de las entradas que —como en el caso de las referidas a los años de París— reescribió la argentina, sobre cuyo deseo de que la colección fuera publicada algún día —es verdad que ella misma dio a conocer algunos fragmentos— no duda Becciú ni debemos dudar los lectores, por más que su argumento, basado en que la autora conservó los cuadernos, pueda no convencer a todos. Como escribía Ana Nuño en el prólogo a la Prosa completa, también en el catálogo de Lumen, la mitificación de la muerte de Pizarnik ha creado “una especie de relato de la pasión que la recubre con el velo de un Cristo femenino”, en un proceso parecido al que han sufrido otras poetas suicidas como Sylvia Plath o Anne Sexton y que no suele ser interpretado del mismo modo —añadía con razón— cuando se trata de los poetas, cuyo desequilibrio suele calificarse de “visionario”. De cualquier manera, ese mal de vivre al que se refería Nuño está bien representado en los Diarios, de un modo que a veces conmueve y otras sobrecoge. No debemos juzgar la literatura a partir de la vida, pero es probable que el drama interior de la mujer —independientemente de su sexo— sea inseparable del itinerario intelectual de la escritora.
Tardío paladín del regeneracionismo, aunque de formación, aspecto y costumbres muy alejados del impecable perfil que caracterizó a sus predecesores, Eugenio Noel fue un hombre noble, honrado y voluntarioso, combatido sin tregua por sus adversarios pero indesmayable en su permanente campaña contra el flamenquismo y la tauromaquia, a los que dedicó estampas tan descarnadas como valiosas. Pese a su popularidad no estrictamente ligada a los libros, numerosos y desiguales, que dio a las prensas, el bravo Noel llevó una vida errante y casi siempre menesterosa, llena de heroicos sinsabores que confieren a su figura una pátina casi quijotesca. Hay que leerlo, sin embargo, porque fue un escritor de talento que en sus momentos felices —como los seleccionados por Andrés Trapiello en la antología Raíces de España— no solo demuestra un profundo conocimiento de la mentalidad popular, sino que brilla a la altura de lo mejor del 98. De la mano de Berenice, podemos acceder a su Diario íntimo conforme a las directrices fijadas por la edición de Taurus en los sesenta, donde José García Mercadal integraba las cuartillas entonces inéditas de la “Novela de la vida de un hombre” con otros textos autobiográficos. Más allá de la paradoja que supone —y supuso ya para sus contemporáneos— el hecho de que la mirada impugnadora de Noel muestre una clara simpatía de fondo por aquello que censura, impresiona de estas páginas el agónico derrotero de un escritor que padeció incontables penalidades antes de morir desahuciado —en el 36, al menos se libraría de la guerra— en un hospital de la beneficencia. Es fama que el tren en el que viajaba su ataúd, camino de la recepción póstuma, se perdió en una vía muerta.