Las virtudes del buen ladrón
Apaches
Miguel Sáez Carral
Planeta
640 páginas | 20,90 euros
Al entretenido y trepidante libro de Miguel Sáez Carral (Madrid, 1968) no se le puede denominar, como se merece, novela policíaca por una sola razón: faltan policías y porque cuando aparecen, allá por la página 500, encarnados en el inspector jefe Prada, de la brigada antiatracos, su papel es muy tangencial, de mero sparring, y con el único objetivo de facilitar el desenlace de la caudalosa (y relativamente trágica) peripecia del clan de los Apaches. Los auténticos protagonistas del relato son los ladrones, los criminales, unos chicos de barrio que curten su amistad en golferías callejeras con el nombre de combate de Apaches y la mantienen y nutren, llevados por la lealtad al origen, hasta transformarla en complicidad delictiva. A lo largo de la novela no hay nada que se oponga a su avance. Sus palos son perfectos, sus fechorías cuentan con el amparo del azar, incluso sus estragos están justificados. La impunidad les bendice a cada paso y gracias a esta singular protección van enriqueciendo su carrera delictiva sin más juez moral que ellos mismos. Que ya es bastante.
Porque la delincuencia de barrio, viene a vindicar Miguel Sáez, también tiene su ética del comportamiento, sus pecados y sus líneas rojas. Nadie actúa mal porque sí, sino como respuesta a otra maldad aún mayor. La delincuencia es también una moral con normas y virtudes indelebles como la cortesía, la caridad, la perseverancia, el respeto entre pares y sobre todo el compañerismo. De hecho, el subtítulo que aparece en la portada parece sacado más de un libro de autoayuda que de un relato negro: “Lucha por lo que te importa cueste lo que cueste”.
Lo que le importa a Miguel, el protagonista que escribe en primera persona, un periodista de una agencia de prensa (igual que el autor, antes de dedicarse al guión) es salvar a su padre –y por extensión a su familia– de los apuros económicos en los que ha caído menos por su impericia que por los engaños que ha sufrido de colegas del ramo de la joyería sin escrúpulos. Los embargos, los créditos impagados y la cárcel agobian hasta corromper su salud al padre del protagonista. Pero la ayuda legal es insuficiente. Entonces es cuando Miguel acude a su viejo compañero Sastre y le propone que le ayude a asaltar joyerías (y matar si es necesario) no para incrementar su patrimonio sino para pagar religiosamente al banco los compromisos de pago contraídos por sus padres y sus hermanas.
¿Cuántos, en estos tiempos oscuros, serían capaces de coger una pistola y reventar joyerías para pagar su hipoteca? Esa es la lección moral (de la moral del delito) que subyace en la novela y con la que el protagonista trata de ganarse la comprensión del lector, aunque hay otros gestos no menos honrosos que salpican el relato, como las obras de caridad con los abuelos desahuciados, el montaje gratuito de mobiliario para los necesitados o la conmiseración por los caídos.
El relato, por lo demás, está contado con enorme agilidad y su estructura carece de grietas que pudieran descompensar su solidez. Es un libro estimable. La novela avanza y el autor solventa con precisión las contradicciones menores a que conduce una historia con tantos meandros. Todo casa perfectamente. Miguel Sáez echa mano a su experiencia como guionista (fue el jefe de guión de Al salir de clase, de Sin tetas no hay paraíso y creador de la serie Homicidios que le han reportado todos los premios de su profesión) para salvar con verosimilitud todas las situaciones en apariencia imposibles y sin salida que surgen en la trama, y va conduciendo a los personajes de esta historia basada, nos dice, en hechos reales hacia una tragedia que es al mismo tiempo es la remisión de sus fechorías.