La princesa roja
Elena siempre tiene hambre, hambre de palabras y de relatos. Cualquiera diría que esta mujer de voz dulce y sonrisa exquisita no se alimenta de nada más que de las verdades de los otros; de las vidas ajenas, de aquello que solo sus preguntas pudieron lograr que revelara Luis Buñuel, cuando se le paró enfrente y comenzó a inquirir como solo lo hacen las reporteras que no dan tregua. Alfonso Reyes dejó la diplomacia en la mesa, junto al café, mientras Elena lo entrevistaba; ella le arrebató anécdotas que nadie más conocía.
Miro a Elena frente a mí, sentada en la sala de su casa bebe un tequilita y sirve en pequeños platos, con tesón gozoso, las botanas preparadas por su cocinera.
Ella quiere saber todo y más, es probablemente una de las personas más difíciles de entrevistar porque es una buscadora de vidas. Porque luego de cada pregunta su curiosidad despierta como la mirada de su gato Monsi, que siempre la acompaña cuando llegan las visitas. No es que ella no quiera responder, vaya que lo hace, pero se ocupa muy poco de sí misma. Tras insistirle habla de sus logros como quien lanza con sutileza una pizca de comino en agua hirviente.
Esta mujer nació para ser periodista, pienso mientras en su estudio me permite hojear sus cientos de carpetas con los textos más antiguos. Aquí y allá en las paredes el rostro hermoso de una muñeca con piel aperlada y labios de rubí revela a esa chica apasionada por la vida que desde niña preguntaba todo y guardaba en su memoria aquellos detalles que escapaban a la mirada de los otros. Cuando unos miran el paisaje y narran la puesta de sol, allí está Poniatowska con su crónica impecable relatando el brillo en la mirada del niño que detrás de ellos observa el ocaso como si fuera la llegada de la noche de su propia infancia.
Aquí y allá en las paredes el rostro hermoso de una muñeca con piel aperlada y labios de rubí revela a esa chica apasionada por la vida que desde niña preguntaba todo y guardaba en su memoria aquellos detalles que escapaban a la mirada de los otrosElla ha recibido nueve doctorados honoris causa y sin embargo es autodidacta. Inició su carrera como periodista con una disciplina extraordinaria, siempre en la búsqueda de las historias que los medios convencionales despreciaban. Alguna vez Carlos Fuentes dijo: “Mira la pobrecita de la Poni, ya se va en su vochito a entrevistar al director del rastro”. Hay mucho de desprecio en la mirada de los que alguna vez se consideraron sus amigos. Ellos, los grandes escritores, los que habitaban ese pequeño cuarto maltrecho llamado élite intelectual, en que se cultiva el mito personal como el jardinero siembra rosas, donde las paredes son espejos y el techo el Universo, miraban el mundo desde una lupa que a ratos era reflejo de ellos mismos. Porque pareciera que el mundo, el país, sin la mirada inquisitiva y la convicción de su sabiduría superior, no valía la pena de ser narrado, acaso no valía ser vivido por nadie más que por los pensadores, cancerberos de la literatura.Allí entre ellos estaba una Elena, la princesa Poniatowska: políglota, culta, brillante, alegre, hermosa, bailadora, conocedora de la vida cotidiana del México profundo, que sabe lo mismo de cocina que de diplomacia, de economía que de desigualdad social; la que se metía en los barrios bajos a escuchar historias lo mismo recibía medallas en un palacio de Francia. Ella, la mujer, la escritora menor dedicada al periodismo, cuya literatura ha sido despreciada por la soberbia de un universo intelectual donde los interlocutores no deben conocer el precio del tomate, donde está prohibido hablar del dolor existencial que causa la mirada de las mujeres injustamente encarceladas o violadas, donde las pesadillas deben servir, matizadas siempre, para la poesía y no para prohijar la empatía social. Para ellos la ficción —para los grandes—, dijeron algunos, la literatura es cosa de hombres. Aparentemente el sentir de la realidad, el sufrimiento, se inventa, no se debe vivir en carne propia. Elena cometió la herejía de revelar la sabiduría femenina sin importarle el coste de su atrevimiento.
Y allá en el periodismo la hermosa mujer rubia, de tez blanquísima y ojos cautivadores era también una intrusa. Con sus finas maneras Elena se adentró en las historias de la matanza de Tlatelolco y el sesenta y ocho, en las anécdotas de las desapariciones forzadas de los años setenta. Entonces los que se creían propietarios del discurso dijeron que la princesa no hacía periodismo sino literatura.
Lo cierto es que Elena ha sido siempre una paria; tal vez por ello ha desarrollado esa extraordinaria sensibilidad para escuchar con la mirada, para documentar aquello que verdaderamente importa, para comprender la vida en los guetos. Sus convicciones no están a la venta, sus ideales mantienen hoy, a sus ochenta años, la frescura de una mujer de treinta. Su pluma nos ha entregado más de cuarenta libros de crónicas, entrevistas, reportajes, cuentos, teatro, testimonio, ensayo, biografía y novela, además de miles de artículos periodísticos con los que innovó un estilo inigualable.
Es la periodista que hizo las mejores entrevistas a André Malraux, a Rosario Castellanos, a Juan Rulfo y Diego Rivera. La de la sonrisa cautivadora que atrae a hombres y mujeres a beber de sus palabras, la que de tanta hambre de historias quedó saciada y hoy comparte su propia vida. Ella, la que ha recibido nueve premios de Derechos Humanos, seis preseas internacionales de periodismo y casi una decena de reconocimientos literarios, entre los cuales está el grande de la literatura: el Premio Cervantes 2013. Es la más polifacética maestra del periodismo mexicano, la que pudiendo sumarse a la soberbia del club intelectual que le rodeaba, tiró a la basura el ego artificioso de los autores famosos. Ella es la literata más comprometida, la periodista que no le tuvo miedo al activismo, la activista que ha sabido narrar la mexicanidad con la pluma atravesando el corazón. Es Elena, la princesa roja.